TRIBUNA AJENA
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EL MUNDO EL MUNDO 14 de abril de 2016 EL MUNDO EL MUNDO
¿Por qué el perro se lame los testículos?
Slavoj Zizek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Sus última obras son:'Menos que nada'. 'Hegel y la sombra del materialismo dialéctico' (Akal), y Contragolpe absoluto. Para una refundación del materialismo dialéctico (Akal).
Lo único verdaderamente sorprendente de los papeles de Panamá es
que en ellos no hay ninguna sorpresa. ¿No nos hemos enterado exactamente de lo
que esperábamos enterarnos? Ahora bien, una cosa es saberlo, así en general, y
otra, tener datos concretos. Es un poco como saber que tu pareja te la está
pegando por ahí. Se puede aceptar el conocimiento abstracto de algo así. El
dolor se produce cuando uno se entera de los detalles obscenos, cuando uno ve
las fotos de lo que han estado haciendo... De la misma manera, con los papeles de Panamá, hemos visto algunas imágenes cochinas de pornografía financiera
y ya no podemos hacer como que no nos hemos enterado.Entonces, ¿qué vamos a hacer con todos estos
datos?
Ya en 1843, el joven Karl Marx afirmó que al antiguo régimen alemán «simplemente le da por pensar que cree en sí mismo y exige que el mundo piense lo mismo». En una situación así, denunciar la sinvergonzonería de los que están en el poder se convierte en un arma. O, como añade Marx, «la vergüenza debe hacerse más vergonzosa, dándola a conocer». Y ésta es exactamente nuestra situación: nos encontramos ante el cinismo desvergonzado del actual orden global, a cuyos agentes les da por pensar que creen en ideas de democracia, derechos humanos, etc., y, a través de revelaciones como las de Wikileaks o los papeles de Panamá, la vergüenza se vuelve más vergonzosa por el hecho de darle publicidad.
Hay un chiste de un marido que vuelve a casa antes de lo esperado y
encuentra a su esposa en la cama con otro hombre. La mujer sorprendida le
pregunta: «¿Qué ha pasado? ¡Me dijiste que ibas a volver tres horas más
tarde!». El marido explota: «¡Seamos serios! ¿Qué haces en la cama con ese
tipo?». La esposa responde sin alterarse: «¡No cambies de tema, responde
primero a mi pregunta!». ¿No es algo parecido lo que está sucediendo con las reacciones
a los papeles de Panamá?
La primera reacción es la explosión de furia moralista: «¡Horrible, cuánta
codicia y cuánta deshonestidad la de esa gente! ¿Dónde están los valores
fundamentales de nuestra sociedad?». Lo que deberíamos hacer es cambiar inmediatamente
de tema, pasar de la moralidad a nuestro sistema económico. Políticos,
banqueros y administradores siempre han sido codiciosos, de manera que ¿qué hay
en nuestro sistema legal y económico que les ha permitido ser conscientes de su
codicia de una forma tan escandalosa? Desde la crisis de 2008, personajes públicos,
del Papa hacia abajo, nos bombardean con exhortaciones a luchar
contra la cultura de la codicia y el consumo excesivo. Este espectáculo repugnante de
moralización barata es una operación ideológica, si es que
alguna vez ha habido una. La compulsión (a expandirse) inscrita en el sistema
mismo se traduce en pecado personal, en una propensión psicológica privada o,
como expuso uno de los teólogos cercanos al Papa, «la crisis actual no es una crisis del
capitalismo sino la crisis de la moral». Incluso sectores de la izquierda
siguen este camino. No es que falte anti-capitalismo en la actualidad. Hace un
par de años estallaron protestas de okupas e incluso estamos asistiendo a una
sobreabundancia de críticas de los horrores del capitalismo. Proliferan libros
e investigaciones periodísticas sobre empresas que contaminan sin piedad
nuestro medio ambiente, banqueros corruptos que siguen obteniendo cuantiosas
primas mientras sus bancos son rescatados con dinero público, talleres
clandestinos donde trabajan niños... Hay, sin embargo, una pega a todas estas
críticas. Lo que no se cuestiona en ellas, por implacables que puedan parecer,
es el marco democrático-liberal en el que luchar contra estos excesos. El
objetivo es democratizar el capitalismo, ampliar el control democrático sobre
la economía a través de la presión de medios, investigaciones parlamentarias,
leyes más estrictas, investigaciones policiales... Ahora bien,
el sistema como tal no se cuestiona y su marco democrático institucional de
Estado de Derecho sigue siendo la vaca sagrada que ni
siquiera tocan las formulaciones más radicales de este «anticapitalismo ético»,
como el movimiento okupa.
"La realidad que se desprende de los papeles de Panamá es la de la división de clases. Demuestran que los ricos viven en un mundo aparte, en el que se aplican reglas diferentes" El error que hay que evitar es el
ejemplificado por la anécdota, apócrifa, tal vez, del economista keynesiano de
izquierdas John Galbraith. Antes de un viaje a la URSS a finales de los 50,
escribió a su amigo anticomunista Sidney Hook: «¡No te
preocupes, no me voy a dejar seducir por los soviéticos y volver a casa
diciendo que lo suyo es socialismo!». Hook
respondió: «¡Pero si eso es lo que me preocupa, que regreses proclamando que la URSS no es socialista!». Lo
que preocupaba a Hook era la defensa de la pureza del
concepto: si las cosas no salen como deben al construir una sociedad
socialista, eso no invalida la idea en sí, sólo significa que no se ha aplicado
correctamente. ¿No detectamos la misma ingenuidad en los fundamentalistas del
mercado? Cuando, durante un debate televisivo en
Francia, hace un par de años, Guy Sorman afirmó que democracia y capitalismo
van forzosamente de la mano, no pude resistir hacerle la pregunta obvia: «Pero,
¿qué pasa con la China
de hoy?». Replicó con gran brusquedad: «¡En China no hay capitalismo!». Para un
pro-capitalista fanático como Sorman, si un
país no es democrático, no es verdaderamente capitalista sino que practica una
versión desfigurada del capitalismo. El error subyacente no es difícil de
identificar. Es el mismo del chiste: «Mi novia nunca llega tarde a una cita porque,
en el momento en que llega tarde, ¡ya no es mi novia!». Así es como el
apologista del mercado explica la crisis de 2008: no fue el fracaso del libre
mercado lo que la provocó sino la excesiva regulación. Es decir, el hecho de
que nuestra economía de mercado no lo era de verdad sino que estaba bajo las
garras del Estado de Bienestar. En los papeles de Panamá éste no es el caso. La
corrupción no es una desviación contingente del sistema capitalista global, es
parte de su funcionamiento básico. La realidad que se desprende de los papeles
de Panamá es la de la división de clases. Demuestran
que los ricos viven en un mundo aparte en el que se aplican reglas diferentes, en
el que el sistema legal y la autoridad de la policía están fuertemente
tergiversados y no sólo protegen a los ricos sino que están preparados para
retorcer de forma sistemática el imperio de la ley para complacerles a ellos.
Recuérdese el chiste cruel de la película To Be Or Not to Be, de Lubitsch. Cuando
se le pregunta acerca de los campos de concentración alemanes en la Polonia ocupada, el
oficial nazi responde brutalmente: «Nosotros ponemos la concentración y los
polacos, la acampada». ¿No puede predicarse eso mismo de la quiebra de Enron en
2002? No cabe duda de que los miles de empleados que perdieron sus puestos de
trabajo y sus ahorros estaban expuestos a un riesgo. Pero lo cierto es que no
tenían otra opción. El riesgo se les presentó como un destino ineludible.
Aquellos que, por el contrario, tuvieron efectivamente una idea de los riesgos,
así como la posibilidad de intervenir en la situación (los altos directivos)
redujeron al mínimo sus riesgos al liquidar sus acciones y opciones antes de la
quiebra. Vivimos
en una sociedad de alternativas de riesgo, pero unos (los directivos de Wall
Street) eligen las alternativas mientras que otros (la gente corriente que paga
hipotecas) corren los riesgos. Ya hay muchas reacciones de liberales de
derechas a los papeles de Panamá que
echan la culpa a los excesos de nuestro Estado de Bienestar (o a lo que queda
de él). Como la riqueza está tan fuertemente gravada, no es de extrañar que
haya quien trate de trasladarla a lugares con menores impuestos, lo que, en
última instancia, no es ilegal. Por ridícula que sea esta excusa (lo que los papeles de Panamá revelan son
transacciones que quebrantan la ley) este argumento tiene algo de verdad. En
primer lugar, la
línea que separa las transacciones legales de las ilegales se está volviendo
cada vez más borrosa y con frecuencia se reduce a una cuestión de interpretación. En
segundo lugar, los dueños de riquezas que las han trasladado a cuentas sin
control y a paraísos fiscales no son monstruos codiciosos sino individuos que
actúan como sujetos racionales que tratan de salvaguardar su patrimonio. En el
capitalismo, no se puede tirar el agua sucia de la especulación financiera y
mantener al bebé sano de la economía real: las aguas sucias son consanguíneas
del bebé sano. No habría que tener miedo de llegar hasta el final en este caso. El
sistema jurídico capitalista global en sí mismo es, en su dimensión más
fundamental, corrupción legalizada. La cuestión de en qué punto
empieza el delito (en el que las operaciones financieras son ilegales) no es
por tanto legal sino eminentemente política, una cuestión de lucha por el
poder.
Un rápido vistazo a los papeles de Panamá revela dos
características. Una positiva es la solidaridad de los participantes. En
el tenebroso mundo del capital global, todos somos hermanos. Allí está el mundo
occidental desarrollado que se da la mano con Putin y el
presidente de China, Xi. Irán y Corea del Norte también
están ahí... Es un verdadero reino del multiculturalismo, donde todos son
iguales y diferentes. La otra negativa es la contundente ausencia de EEUU, lo
que le da cierta credibilidad a la afirmación de Rusia y China de que hay
intereses políticos involucrados en la investigación.
Entonces, ¿por qué miles de empresarios y
políticos han hecho lo que documentan los papeles de Panamá? La respuesta es la
misma que la de la adivinanza jocosa y ordinaria: ¿por qué los perros se
lamen los testículos (y los varones no lo hacemos)? Porque ellos pueden.
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