España, o la nación clandestina
Tras los atentados de Barcelona y Cambrils, ni siquiera se aludió a la posibilidad de desplegar al ejército
Luis Negro Marco / Historiador y periodista
Tras los asesinatos cometidos el 7 de enero de
2015 por terroristas islámicos en la sede de la revista Charlie Hebdo, en París, el gobierno de François Hollande decidió
el despliegue del ejército en las calles de la capital francesa, cuya presencia
continúa a día de hoy. Y la ciudadanía francesa, lejos de ver en ellos una
fuerza represora, contempla diariamente a sus soldados con la confianza de
quien sabe que son, junto con el resto de las Fuerzas del Orden, garantes de su
libertad y seguridad. Y lo mismo (desplegar a su ejército por las calles de
distintas ciudades) hizo Italia en 2008, para ayudar a la policía en su lucha
contra la delincuencia, y Bélgica, tras los atentados terroristas ocurridos el
22 de marzo de 2016 en el aeropuerto y metro de Bruselas.
Sin embargo, en España la situación es
distinta. Así, tras el doble atentado perpetrado el 17 de agosto por terroristas
islámicos en Barcelona y Cambrils (en los que fueron asesinadas 16 personas y
otras más de 120 resultaron heridas), ni el Gobierno, ni los representantes de
los principales partidos políticos, aludieron siquiera a la posibilidad de
desplegar al ejército para prevenir la amenaza terrorista. Y ello a pesar de que el presidente podría perfectamente
haberlo hecho, conforme a la Ley de Defensa Nacional, de 2005, uno
de cuyos principales objetivos es el de garantizar la protección del conjunto
de la sociedad española, así como el pleno ejercicio de sus derechos y
libertades.
Seguramente, lo que está ocurriendo en nuestro
país es que sigue muy extendida una falsa y perniciosa –muy posiblemente
también perversamente fomentada desde ciertos sectores sociales– percepción,
que asocia a nuestras Fuerzas Armadas, así como al conjunto de Cuerpos y
Fuerzas de Seguridad del Estado, con valores contrarios a la democracia y la
libertad. Obviamente se trata de una
distorsión de la realidad, y una idea contraria
a la verdad. Y lo mismo ocurre con las –por desgracia– nada infrecuentes
manifestaciones de prejuicios hacia los símbolos de España: nuestra bandera,
escudo, e himno nacional, que son importantes y dignos de respeto por cuanto
representan al conjunto de la soberanía nacional.
Entramos aquí en el tema del sesgo de la visibilidad
pública de determinados asuntos, pergeñado –en no pocas ocasiones– desde poderosos
grupos de presión, cuyos intereses bien concretos, pueden ser por completo
ajenos a los del bienestar y sentimiento mayoritario del conjunto de la
sociedad. En este punto, la imagen pasa a ser más importante que la realidad,
por cuanto es un axioma que los políticos elaboran sus líneas de actuación y
programas, más que en la realidad de los acontecimientos, en las percepciones
generales que de ellos manifiestan sus potenciales votantes, según se reflejan
a través de los medios de comunicación.
De este modo, en nuestra sociedad actual, la
progresiva banalización de la razón crítica nos está llevando a su negación y
hacia la entronización de los sentimientos en todos los ámbitos de la esfera
pública. Pero esta actitud no es sino la falsificación de la vida, el kitsch: una inconsciente huida de la
realidad y el intento naif de su sustitución por otra virtual, sin tener en
cuenta que nuestra propia existencia personal depende, y tan solo es posible,
dentro de un mundo local y globalmente interdependiente.
De ahí que la verdadera fuerza de la
democracia resida en una ciudadanía bien formada e informada, capaz de generar
y exigir confianza y credibilidad, pilares básicos para la convivencia
democrática.
Que pudiéramos reconocer el valor y fortaleza
de nuestras instituciones como garantes de nuestros derechos fundamentales y
seguridad jurídica personal a nivel nacional e internacional, debería ser la
principal meta a alcanzar en estos momentos tan difíciles, y que España
dejara de ser, de una vez por todas, una
nación acomplejada y clandestina aun para los propios españoles.
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