Hiroshima y
Nagasaki, setenta años del horror
El 6 y el 9 de agosto de 1945, respectivamente, Estados Unidos
lanzó sobre ellas la bomba atómica
Luis Negro Marco / Suevos
A comienzos de 1945, la guerra que,
principalmente, los Estados Unidos llevaban cuatro años librando en el Pacífico
contra el imperio japonés, se había
convertido en una sangría (más de 80.000 soldados norteamericanos muertos) cada
vez más difícil de aceptar por la opinión pública estadounidense. Para
entonces, más de 35.000 prisioneros aliados se encontraban internados en
diversos campos de concentración y “barcos de la muerte” japoneses, sometidos a
un régimen de terror, hambre y esclavitud.
Por otro lado, y pese a los sucesivos reveses sufridos, el ejército
imperial nipón había decretado la guerra total contra la Flota Aliada desplegada en el
Pacífico, integrada por Norteamérica,
Gran Bretaña, Australia y Holanda.
La primera respuesta de los Estados Unidos fue
el desarrollo de los denominados “bombardeos intensivos en área”, como el que
tuvo lugar durante tres horas sobre la ciudad de Tokio durante la noche del 9
al 10 de marzo de 1945. Este ataque, en
el que se utilizó por vez primera la fuerza devastadora del napalm, destruyó
una extensión de cuarenta kilómetros
cuadrados en torno a la capital de Japón, y
provocó la muerte de 100.000 personas.
El 30 de abril de 1945, Hitler se suicidó en
su búnker de Berlín y a los pocos días,
Alemania
firmó el armisticio por el que se puso fin a la
II Guerra Mundial. Sin embargo el conflicto
continuaba, con toda su crudeza, en Asia y en el Pacífico –sustentado en la
inquebrantable lealtad del ejército y el pueblo japonés hacia su emperador Hiro
Hito– y ya había provocado treinta y cuatro millones de muertos.
Portada del libro NAGASAKI, de George Weller.- Editorial "Crítica".- 397 páginas; 2007 |
El “Proyecto Manhattan”, que tenía por
objetivo el desarrollo de la bomba atómica, fue iniciado por el presidente
Roosevelt y tras su muerte (acaecida el 12 de abril de 1945), continuado por su
sucesor, Harry Truman. Así, el 16 de julio de 1945, en el desierto de Nuevo
Méjico, tuvo lugar la primera prueba, con una nutrida presencia de políticos,
generales y prensa, que a apenas siete kilómetros del lugar de la explosión,
contemplaron el acontecimiento como si asistieran al estreno de una película.
La detonación fue un éxito. El hongo de
la muerte se alzó varios kilómetros sobre el cielo, la temperatura superó los
5.000 grados centígrados en su epicentro, y un vendaval de destrucción acabó
con todo rastro de vida en un radio de tres kilómetros. Pero algo salió mal: una
masa de radiactividad persistente se detectó flotando en la dirección
equivocada, convirtiéndose en una amenaza letal para las poblaciones afectadas
por ella. Sin embargo, los políticos, los militares y los científicos del
proyecto se conjuraron para guardar silencio.
En la mañana del lunes, 6 de agosto de 1945,
el superbombardero Enola Gay, al
mando del coronel Tibbets, lanzaba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la
bomba atómica a la que se le puso el nombre de Little Boy (Niñito), compuesta de una ojiva de uranio 235. Ese
mismo día y en semanas sucesivas murieron, a causa de la radiación producida
por la explosión, alrededor de 100.000 personas. Y tres días después de la
primera devastación, el 9 de agosto, Estados Unidos volvía a lanzar desde el superbombardero
Bock´s Car (así denominado, en
referencia a su piloto, el capitán Frederick Bock), una segunda bomba, en esta
ocasión sobre la ciudad de Nagasaki. A diferencia de la anterior, Fat Man –Hombre gordo– tenía una ojiva no de uranio,
sino de plutonio 239, y aunque menos devastadora que la anterior, su detonación
provocó la muerte de, al menos, 40.000 personas.
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Japón, imperio al que también le había
declarado la guerra la URSS ,
firmaba su rendición incondicional el 14 de agosto de 1945. Lo hacía, en
representación del emperador Hiro Hito –Estados Unidos accedió finalmente a que
continuase en el poder– su ministro de Asuntos Exteriores, en la bahía de
Tokio, a bordo del acorazado Missouri, y ante el general estadounidense Douglas
Mac Arthur, comandante de la Flota Aliada
en el Pacífico.
El problema estribaba ahora en la necesidad,
por parte del gobierno de los Estados Unidos, de ocultar los efectos letales de
la radiación, a la que el periodista australiano Wilfred Burchett (1911-1983),
primer periodista occidental que entró en Hiroshima tras la explosión, denominó
“Peste atómica”, en un reportaje que fue publicado en primera plana por el
diario londinense Daily Express, el 5
de septiembre de 1945, desatando con él la ira de Mac Arthur. Lo mismo que le
ocurrió al reportero estadounidense (ganador del premio Pulitzer en 1943),
George Weller (1929-2002), primer corresponsal occidental que visitó Nagasaki
tras el lanzamiento de la bomba. Él denominó a la radiación “Enfermedad X”,
pero a diferencia de Burchett, sus crónicas de Nagasaki jamás vieron la luz,
pues fueron censuradas y posteriormente destruidas también por el general Mac
Arthur. Su objetivo, compartido con los deseos del entonces presidente Harry
Truman: mantener al pueblo norteamericano y al resto del mundo, al margen de
los horrores de la guerra nuclear que se acababa de desatar, ocultando sus
devastadoras consecuencias, así como las décadas de sus negativos efectos en la
vida de las personas afectadas, –así como en la de muchos de sus descendientes–,
y la amenaza, aún latente, de acabar con cualquier forma de vida en la Tierra.
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