La preexistencia y la
transmutación del alma fueron conceptos esenciales en las religiones antiguas
Luis Negro Marco / Iria
En la mitología griega (asimilada
posteriormente por Roma) el Infierno recibía el nombre de Tártaro (derivado de
la palabra prehelénica Tar, el
oeste), que era la región utilizada por los dioses como prisión, en la que
habían encerrado a los Titanes. Asimismo, la palabra griega Hades se
refería al concepto helénico de la inevitabilidad
de la muerte. Por su parte, La mitología romana identificó al Infierno con el
Averno, nombre que recibía un lago de Italia, al oeste de Nápoles, emplazado
sobre el cráter de un antiguo volcán; en sus aguas no había pez alguno ni
vegetación en sus orillas. Por estas causas, y por los vapores mefíticos que de
él se exhalaban, y que hacían huir a los pájaros, se consideraba al lago Averno
como una de las entradas al Inframundo. Y por extensión también todas las
grutas, lagos y cavernas de similares características.
Según la mitología el Tártaro se encontraba bajo
tierra, y a tanta profundidad como hay de altura entre la Tierra y el cielo. Cuando
las personas morían, se las enterraba en ataúdes (lechigas) de ciprés blanco, de madera ignífuga, y a la que se
atribuían propiedades anticorruptivas. Desde
sus tumbas, las almas descendían hasta
el Tártaro para que Caronte las transportase en su desvencijada embarcación al otro lado de las negras aguas
de la laguna Estigia. Y para que el viejo avaro cumpliera fielmente con su
cometido, los parientes del difunto colocaban dos o tres monedas debajo de su lengua, de manera
que sirvieran de pago al barquero del más allá.
En el interior del Tártaro, un perro de tres
cabezas (Cerbero, de cuyo nombre deriva la
palabra guardameta: can-cerbero)
guardaba la orilla opuesta de la laguna negra Estigia, dispuesto a devorar a
los vivientes intrusos o a las almas fugitivas. Los manes recién llegados eran juzgados a diario en una encrucijada de
tres caminos, y a medida en que los dioses dictaban sentencia, eran encaminados
hacia uno de los tres senderos: el que llevaba de vuelta a las praderas de asfódelos,
si las almas no eran virtuosas ni malas;
el que conducía al campo de castigo del Tártaro, a las que habían sido malas en
vida; y el que culminaba en los jardines del Elíseo, reservado tan solo a las
almas buenas.
La palabra Elíseos vendría a significar “manzana”,
y derivaría de alisier, término
anterior al celta, con que se denominaba a la serba. De hecho, el serbal –que
da frutos parecidos a los de la manzana– ocupó un lugar importante en los
misterios religiosos de los druidas, sacerdotes de los
celtas, asociados a sus
templos circulares en piedra, como el de Stonehenge. Los Campos Elíseos (que el
poeta griego Hesiodo situó, geográficamente en las islas Afortunadas, es
decir en las Canarias), eran un lugar de felicidad perpetua, sin frío ni nieve,
en el que siempre se celebraban juegos, sonaba la música y reinaba la alegría.
Un lugar privilegiado en el que sus moradores podían elegir su renacimiento en la Tierra en el momento en que
lo decidiesen.
En cuanto al Infierno (el Tártaro), su primera
región era la ya citada de los tristes campos de asfódelos (los griegos de la Antigüedad creían que
las praderas del Averno estaban cubiertas de esta hierba, y por tanto la
plantaban alrededor de los sepulcros, en la creencia de que los manes se
alimentaban de sus bulbos) por donde las almas de los héroes vagaban errantes
entre las multitudes de muertos menos distinguidos que se agitaban como
murciélagos. Su único placer consistía en las libaciones de sangre que les
proporcionaban los vivientes, las cuales les hacían volver a sentirse casi como
las personas que fueron en vida
En la región más lúgubre y tenebrosa del Tártaro,
se situaba el Erebo, donde vivían las
Furias, mujeres viejas (más longevas incluso que Zeus, el dios del Olimpo)
con serpientes por cabellera, cabezas de perro, cuerpos negros como el carbón,
alas de murciélago y ojos inyectados de sangre. La tarea de las Furias consistía en la venganza –Némesis– inmisericorde contra quienes
habían violado la ley. Para ello llevaban en sus manos látigos rematados con
puntas de bronce con los que atormentaban a sus víctimas. Era imprudente
mencionarlas por su nombre, de manera que en las conversaciones se las llamaba Euménides, refiriéndose de este modo a
ellas, y por antífrasis, como “las
bondadosas”.
Otra de las visiones que sobre el otro mundo
tuvieron los griegos de la
Antigüedad era que las ánimas podían volver a ser personas si
conseguían entrar en habichuelas, nueces o peces, y los comían sus futuras
madres. Orfeo (músico y poeta griego del siglo XIII a. C.) agregó la idea de la
metempsicosis, o transmigración de las almas a otros cuerpos más o menos
perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior.
La metempsicosis y la preexistencia, dominaron, además de en Grecia y Roma, en
la mayoría de civilizaciones de la Antigüedad , caso de los celtas, persas, egipcios,
griegos, cabalistas hebreos, y brahmanes en la India.
Hoy en día, en la Víspera de Todos los
Santos (Halloween o Samhaim) cada vez es más generalizada la
costumbre de recurrir a los disfraces que recrean entidades terroríficas. Y no
se trataría de una moda reciente, pues en la religión nórdica precristiana, la
metamorfosis servía de prueba moral. Así ocurre en un relato sobre Annwn (el
Infierno, Tártaro o Averno de los galeses), en el que Arawn, rey del
Inframundo, pide a un joven que le ayude a acabar con un monstruo al que solo podía
matar un hombre despierto y valiente. Una hazaña que logran finalmente cuando
cada uno de ellos finge ser el otro, recobrando posteriormente sus identidades
originales.
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