La tradicional institución aragonesa
quedó reforzada por el moderno pensamiento humanista del Renacimiento
La figura del Justicia Mayor de Aragón pudo
haberse inspirado, a decir de algunos historiadores, en los Éforos griegos
–magistrados, en número total de cinco–, que fueron establecidos en el siglo IX
por Licurgo en Esparta, con la finalidad de equilibrar el poder de los reyes y
servir de freno al Senado.
El Magistrado supremo del reino (es decir el
Justicia de Aragón) contaba con el
consejo de cinco lugartenientes togados, y sus atribuciones eran las de hacer
justicia entre el rey y los vasallos, y entre los eclesiásticos y seculares. El
Justicia hacía en nombre del rey sus provisiones e inhibiciones, cuidaba de la
observancia de los fueros de Aragón, fallaba sobre los recursos que a él se
presentaban, y a él se apelaban las sentencias de los jueces, tanto las de
realengo, como las de señorío.
Desde comienzos del siglo XVI, cuando los
aragoneses pasaron a estar bajo el dominio de los reyes de Castilla, aquellos
no podían tomar el título de reyes de Aragón hasta después de haber jurado
solemnemente observar los fueros del reino. Tras lo cual, el Justicia lo
ratificaba con estas palabras: «Nos, que
cada uno vale tanto como vos, os hacemos rey bajo condición que respetaréis
nuestros privilegios; si no, no». De modo que la violación de los
fueros por parte del rey, significaba a su vez la inmediata rebelión de los
aragoneses, al grito de contra fuero.
Y este grito, según dejó constancia el historiador de la época, Antonio de
Herrera (1549-1625) “sublevaba hasta las
piedras en Aragón”.
Y así sucedió que, en tiempos del rey Felipe
II, el secretario de estado del monarca –el aragonés
Antonio Pérez,
(1539-1611) – perdió el favor del rey a causa de una una revelación de Escobedo
–secretario de Juan de Austria– acerca de las relaciones amorosas de Pérez con la Princesa de Éboli,
también querida del rey. Un enredo que se complicó tras el asesinato de
Escobedo, que podría haber sido ordenado por el propio rey, y del que fue
acusado Antonio Pérez, tanto por la viuda como por los hijos del muerto. Preso
durante doce años en Madrid, acusado de malversación, Antonio Pérez logró
fugarse de la cárcel y huyo a Aragón, para acogerse a sus fueros. Sin embargo, fue apresado en Calatayud, y
llevado a Zaragoza, donde solicitó la defensa del Justicia –Juan de Lanuza– e
invocó el derecho de la Manifestación , en cuya
cárcel fue encerrado. El rey esgrimió entonces la discrepancia de competencias
entre el Justicia y la
Inquisición , de manera que los ministros de ésta, sacaron contra fuero a Antonio Pérez de la
cárcel, trasladándolo a la Aljafería. Hasta
allí corrieron en tromba los aragoneses para trasladarle de nuevo a la cárcel
de la Manifestación ,
cuando los arcabuceros dispararon contra el pueblo sublevado que, lanzándose
contra los soldados, puso en libertad a Antonio Pérez, quien finalmente logró
huir de España, y se refugió en Francia –donde murió– protegido por el rey
Enrique IV.
El Justicia de Aragón, Juan de Lanuza, en el cadalso. Autor: Balasanz, foto: Pérez Casas |
Y fue en el transcurso de aquellos sucesos
cuando se fraguó la figura de Juan de Lanuza, como símbolo de la firme defensa
de Antonio Pérez –y por ende de los fueros de Aragón– frente a Felipe II. El
monarca, sabedor de las alteraciones en el reino, y amparándose en ellas,
decidió el envío a Zaragoza de un ejército de 10.000 infantes al mando de
Alonso de Vargas. Un hecho insólito en la historia de Aragón, por cuanto las
tropas extranjeras tenían prohibido cruzar las fronteras del reino. Pero apenas
hubieron ocupado Zaragoza, las tropas de Vargas apresaron a Juan de Lanuza,
quien por instrucciones del rey fue decapitado en la capital aragonesa el 20 de
diciembre de 1591, siguiéndole a ésta muchas otras ejecuciones, y la supresión
de muchos de los fueros de Aragón.
Sin embargo, la justicia distintiva continuó
en el reino, en oposición en muchas ocasiones, a las disposiciones de la
monarquía. Así, cuando en tiempos de Felipe IV se crearon nuevos impuestos para
la construcción de las galeras de Génova y España, el obispo de Lérida se opuso
con firmeza a ellos. Exponía el prelado que en su diócesis había parroquias
aragonesas cuyos curas se negaban a
pagar el subsidio, y justificaban su postura sacando a colación las reglas del
guardián de las libertades de ese reino, el Justicia Mayor. El obispo apoyó a
sus sacerdotes, y las órdenes de Madrid no fueron efectivas, de manera que para
1664 debían ya los aragoneses los impuestos de 30 años. Pero la resistencia fue
incluso más allá de la diócesis de Lérida, y todo el estamento eclesiástico de
Aragón acabó reclamando la exención del subsidio, factor entre otros, que
afectó seriamente al poderío naval español del XVII.
Pero aquel momento de crisis también debe
considerarse como una consecuencia del surgimiento del pensamiento humanista,
enarbolado por Erasmo de Rotterdam (1467-1536) así como de la Reforma protestante de
Lutero, y la consiguiente Contrarreforma católica, acontecidas ambas en el convulso
siglo XVI. Felipe II, reprimió desde el comienzo de su reinado el pensamiento
erasmista en España y Flandes, por considerarlo contrario a su proyecto de
establecer una monarquía sólida y centralizadora. Eso dio lugar a un gran
descontento en los distintos reinos hispanos, cuyos súbditos –como en el caso
de Aragón, de acuerdo a sus fueros–
consideraban que el monarca se encontraba por debajo del derecho
natural, hasta el punto de que podían deponerlo en el caso de que no cumpliera
las normas del pacto que le unía a ellos, y dejase de garantizar sus libertades
colectivas y personales.
De ese modo, los aragoneses se opusieron a Felipe II amparados en la tradición, y el pensamiento humanista, reivindicando así un novedoso sistema de garantías constitucionales, marcado por el equilibrio entre sus tradicionales derechos y obligaciones individuales, y las leyes, organismos de representación, e instituciones administrativas de la nueva monarquía.
De ese modo, los aragoneses se opusieron a Felipe II amparados en la tradición, y el pensamiento humanista, reivindicando así un novedoso sistema de garantías constitucionales, marcado por el equilibrio entre sus tradicionales derechos y obligaciones individuales, y las leyes, organismos de representación, e instituciones administrativas de la nueva monarquía.
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