La reticencia a las buenas
innovaciones no es buena
Y dígame [Iznogud]: ¿Algún sueño recurrente? -Quiero ser califa en lugar del califa
Luis Negro Marco / Brandariz
Quienes hayan tenido la oportunidad de disfrutar
con el humor inteligente y afable de los cómics protagonizados por los “temibles”
galos Asterix y Obelix, del dibujante
Uderzo y el guionista Goscinny, es muy probable que también
conozcan y gusten de las aventuras de otro genial cómic: Iznogud (juego de palabras de la expresión inglesa is not good –“no es bueno”– ), nombre
del protagonista (Iznogud) de esta divertida saga de aventuras, ambientadas
en la Bagdad de Las
mil y una noches, creado en 1962 por el dibujante francés Jean Tabary y su compatriota, el
anteriormente citado guionista, René
Goscinny.
La trama de este cómic gira siempre en torno a
las estratagemas que Iznogud, acompañado de su hombre de confianza, Dilat
Laraht, pone en marcha –inspirado en su máxima: “Quiero ser califa en lugar del califa”– para intentar derrocar al
bonachón califa, Haroum El Poussah. Pero al igual que le ocurre al inolvidable
villano Pierre no doy una (de la
inolvidable serie de dibujos animados Los
autos locos, quien a pesar de sus trampas, siempre se quedaba a pocos
metros de la meta, sin acabar la carrera), a Iznogud sus disparatados planes
siempre se le vuelven en contra, y acaba consiguiendo el efecto contrario al deseado, es decir, acrecentando
el amor de los súbditos hacia el califa y su linaje, y la chanza del pueblo
hacia sí.
El historiador argentino Osvaldo Víctor Pereira, profesor de la Universidad Nacional
de La Plata ,
que ha investigado sobre el surgimiento del espacio señorial castellano y sus
redes clientelares entre los siglos XIV y XVI, ha evidenciado en su estudio la
importancia que los linajes cántabro-vizcaínos (la extensión de sus redes
parentelares y clientelares) tuvieron en la construcción del poder oligárquico
y territorial de la Merindad
de Castilla, desde la segunda mitad del siglo XIV. Un hecho que, desde la
narrativa genealógica, sería extrapolable históricamente al resto de regiones
españolas durante el mismo período de tiempo.
De manera que, ante la necesidad de las
familias nobles por dotar de legitimidad a su control sobre amplias regiones, hubieron
de recurrir a fundamentarla sobre relatos inventados y fantásticos, generando
así una memoria colectiva de aceptación
popular. Es a esto a lo que el historiador
Américo Castro (1885-1972) denominó “conciencia de la dimensión imperativa
de la persona”, según la cual las gentes de la Península –disgregadas por la caída del dominio
visigodo, a comienzos del siglo VIII, tras la conquista musulmana– se labraron
una estructura ideal (aragoneses, leoneses, castellanos…) que a la larga
constituyó lo español, manifestado en lenguas españolas y modos peculiares de
comportarse.
A partir de la centralización política y administrativa de España, llevada
efectivamente a cabo por Felipe V
tras la guerra de Secesión (1701-1713), se instauraron las bases para el
surgimiento del nuevo Estado moderno, persistiendo no obstante las fuerzas
regionalistas centrífugas de los antiguos reinos, sustentadas principalmente
por la iglesia y la nobleza de sangre.
La consolidación del castellano como lengua
común para toda la nación, así como la
creación de la Real
Academia Española de la Lengua , en el año 1713, fueron hechos que contribuyeron
decisivamente a la implantación del
modelo centralista francés en España. Aunque quizás no fue la lengua el factor
determinante para la unidad, pues como escribió el escritor irlandés Bernard Shaw (1856-1950; ganador del
Nobel de Literatura en 1925), respecto a la lengua inglesa: “Inglaterra y los
Estados Unidos son países muy parecidos, separados por un mismo idioma”.
El escritor y militar español del siglo XVIII,
José Cadalso (1741-1782) ya
manifestaba en sus póstumamente publicadas Cartas
Marruecas, la existencia de las mismas inquietudes territoriales que más de dos
siglos después, siguen aún latentes en España. Y así veía nuestro escritor
aquella cuestión, en palabras de un “proyectista”: «Daré a España una división
geográfica y política, hecha en septentrional y meridional, occidental y
oriental. Quiero que en cada una de estas partes se hable un idioma y se estile
un traje. En la septentrional ha de hablarse el vizcaíno; en la meridional,
andaluz cerrado; en la oriental catalán; y en la occidental, gallego. El traje
en la septentrional ha de ser como el de los maragatos, ni más ni menos. En la
segunda, montera granadina muy alta, capote de dos faldas y ajustador de ante;
en la tercera, gambeto catalán y gorro encarnado, y en la cuarta, calzones
blancos, largos, con todo el restante del equipaje que traen los segadores
gallegos. Ítem, en cada una de las mencionadas cuatro partes integrantes de
España, quiero que haya su iglesia patriarcal, su universidad mayor, su
capitanía general, su seminario de nobles, su tesorería, su casa de moneda, y
su aduana general. Ítem, la Corte
se irá mudando según las cuatro estaciones del año, por las cuatro partes. El
invierno en la meridional, el verano en la septentrional, et sic de caeteria (etcétera)».
Y concluye lamentándose el escritor: «lo malo
es que la gente, desazonada con tanto proyecto frívolo, se muestra así
reticente a las innovaciones útiles, y admitidas finalmente con repugnancia, no
surten los buenos efectos que producirían si hallasen los ánimos más sosegados».
Y eso no es bueno.
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