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San Juan, agua, hogueras y sardinas
Luis Negro Marco /
Historiador y periodista
La festividad de San Juan es al solsticio de
verano lo que el nacimiento de Cristo, al solsticio de invierno. Fechas que
anuncian la luz, que para los cristianos simboliza el nacimiento a la vida
otorgada por Dios. En Navidad esa luz es
la estrella que a los Reyes indica el camino hacia Belén, donde nace el hijo de
Dios, donador de vida. Y en verano esa luz viene simbolizada por las llamas de
las hogueras en la noche de San Juan, que dan la bienvenida al estío y a las
cosechas. Fuego que se manifiesta en las fallas estivales, que al igual que las
fallas de marzo en Valencia, preludiando la primavera, se queman en junio,
festejando la llegada del verano, en Alicante.
Las fiestas de San Juan han sido secularmente manifestaciones
de alegría y convivencia con que las distintas sociedades de Europa (muy en
particular las mediterráneas) han dado la bienvenida al nuevo ciclo estacional.
Hay que tener en cuenta que San Juan Bautista (hijo de Isabel, prima hermana de
la Virgen María )
significa en hebreo “Yahvé ha hecho
gracia”, por cuanto su madre ya no estaba en edad fértil cuando dio a luz.
De ahí que la cruz de Malta de la
Orden hospitalaria de los caballeros de San Juan tenga ocho
puntas, en representación de cada una de las ocho bienventuranzas.
Tradición, por tanto, muy enraizada en una
economía europea que hasta comienzos del siglo XX fue preeminentemente agrícola.
Teniendo en cuenta este hecho: la fundamentación cuasi bimilenaria de las
naciones de Europa en un modo de
producción agrícola y rural, comprenderemos
mejor el significado de la sanjuanada,
y cómo en su desarrollo influyó también el cambio climático que, contrariamente
a lo que podamos pensar, no es un fenómeno nuevo sino que ha acontecido, y con
extrema dureza, en distintas etapas de la historia de la Humanidad.
Así, a través de crónicas y fuentes históricas
se ha podido determinar que desde comienzos
del siglo XIV, Europa vivió una época inusualmente fría (conocida como “Pequeña Glaciación” o “Pequeña Edad del hielo”), con veranos
prácticamente inexistentes, que ocasionó grandes pérdidas en las cosechas a lo
largo de la gran región euroasiática. Un cambio climático al que se le habría
de unir una epidemia de peste (que perduró seis años, entre 1346 y 1352), y que
se estima pudo haber causado la muerte a una tercera parte de la población de
Europa. Felizmente, a comienzos del siglo XVIII la situación climática cambió y
las estaciones volvieron a su equilibrio natural, lo que propició el aumento de
la producción cerealista, y por consiguiente también de la población y de su
calidad de vida.
Con todo lo visto anteriormente, y si somos
conscientes de que aún a día de hoy la
incertidumbre (pedriscos, sequías, inundaciones,
vendavales, etc.) sigue siendo una constante en la agricultura, comprenderemos mejor
la gran importancia que las manifestaciones religiosas cristianas han tenido (y
siguen teniendo, aunque desprovistas en muchos casos de su significado
primigenio), y cómo éstas constituyeron la expresión no solo de una extraordinaria
fe popular, sino también de una inteligencia y cultura social, cuyo patrimonio
–legado a través de generaciones– debería seguir formando parte de los
cimientos de nuestra civilización.
Juan el Bautista bautizando a Jesús en el Jordán |
Y es que las sociedades modernas,
caracterizadas por el desarrollo de las ciencias y la razón, siguen
paradójicamente ancladas –en determinados ámbitos– en la superstición, debido al vacío intelectual existente entre el
rito y su significado. Por ejemplo, las sanjuanadas
o baños en ríos, lagos y playas, antes de que asomen los primeros rayos de sol
en la madrugada del 24 de junio, emularían a los bautismos de San Juan en el
Jordán, quien como precursor de Cristo en la Tierra , anunciaba –a través del agua purificadora–
la llegada del hijo de Dios, quien con su muerte y posterior resurrección
habría de traer la luz (es decir, la vida) al mundo. Razón a su vez, por la que
el fuego y el agua eran y son elementos fundamentales en la noche de San Juan. Día
propicio para los ritos a través de los cuales se buscaba la identificación con
los principios que rigen la naturaleza (en busca de la necesaria armonía que a
su vez posibilitaría la paz entre clanes a menudo rivales) y se demandaba a la
divinidad una buena cosecha que garantizase la supervivencia.
Y al igual que en la noche de San Antón (el 17
de enero), el mondongo es bueno para las brasas de las hogueras, también en la
de San Juan las sardinas lo son. No en vano a la sardina se la conoce con el
sobrenombre de “el cerdo del mar”, pues es el pescado más abundante de nuestras
costas, de los más baratos en el mercado, de los más sabrosos, y por todos estos
motivos también de los más consumidos, muy especialmente, en la noche de San
Juan.
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