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viernes, 24 de junio de 2016

La sanjuanada, fiesta laica de significado y origen cristiano


Luis Negro Marco / Historiador y periodista

 La festividad de San Juan es al solsticio de verano lo que el nacimiento de Cristo, al solsticio de invierno. Fechas que anuncian la luz, que para los cristianos simboliza el nacimiento a la vida otorgada por Dios. En Navidad  esa luz es la estrella que a los Reyes indica el camino hacia Belén, donde nace el hijo de Dios, donador de vida. Y en verano esa luz viene simbolizada por las llamas de las hogueras en la noche de San Juan, que dan la bienvenida al estío y a las cosechas. Fuego que se manifiesta en las fallas estivales, que al igual que las fallas de marzo en Valencia, preludiando la primavera, se queman en junio, festejando la llegada del verano, en Alicante.

 Las fiestas de San Juan han sido secularmente manifestaciones de alegría y convivencia con que las distintas sociedades de Europa (muy en particular las mediterráneas) han dado la bienvenida al nuevo ciclo estacional. Hay que tener en cuenta que San Juan Bautista (hijo de Isabel, prima hermana de la Virgen María) significa en hebreo “Yahvé ha hecho gracia”, por cuanto su madre ya no estaba en edad fértil cuando dio a luz. De ahí que la cruz de Malta de la Orden hospitalaria de los caballeros de San Juan tenga ocho puntas, en representación de cada una de las ocho bienventuranzas.

 Tradición, por tanto, muy enraizada en una economía europea que hasta comienzos del siglo XX fue preeminentemente agrícola. Teniendo en cuenta este hecho: la fundamentación cuasi bimilenaria de las naciones de Europa  en un modo de producción  agrícola y rural, comprenderemos mejor el significado de la sanjuanada, y cómo en su desarrollo influyó también el cambio climático que, contrariamente a lo que podamos pensar, no es un fenómeno nuevo sino que ha acontecido, y con extrema dureza, en distintas etapas de la historia de la Humanidad.

 Así, a través de crónicas y fuentes históricas se ha podido determinar que desde comienzos  del siglo XIV, Europa vivió una época inusualmente fría (conocida como “Pequeña Glaciación” o “Pequeña Edad del hielo”), con veranos prácticamente inexistentes, que ocasionó grandes pérdidas en las cosechas a lo largo de la gran región euroasiática. Un cambio climático al que se le habría de unir una epidemia de peste (que perduró seis años, entre 1346 y 1352), y que se estima pudo haber causado la muerte a una tercera parte de la población de Europa. Felizmente, a comienzos del siglo XVIII la situación climática cambió y las estaciones volvieron a su equilibrio natural, lo que propició el aumento de la producción cerealista, y por consiguiente también de la población y de su calidad de vida.

 Con todo lo visto anteriormente, y si somos conscientes de que aún a día de hoy la

Juan el Bautista bautizando a Jesús en el Jordán
incertidumbre (pedriscos, sequías, inundaciones, vendavales, etc.) sigue siendo una constante en la agricultura, comprenderemos mejor la gran importancia que las manifestaciones religiosas cristianas han tenido (y siguen teniendo, aunque desprovistas en muchos casos de su significado primigenio), y cómo éstas constituyeron la expresión no solo de una extraordinaria fe popular, sino también de una inteligencia y cultura social, cuyo patrimonio –legado a través de generaciones– debería seguir formando parte de los cimientos de nuestra civilización.

 Y es que las sociedades modernas, caracterizadas por el desarrollo de las ciencias y la razón, siguen paradójicamente ancladas –en determinados ámbitos– en la superstición,  debido al vacío intelectual existente entre el rito y su significado. Por ejemplo, las sanjuanadas o baños en ríos, lagos y playas, antes de que asomen los primeros rayos de sol en la madrugada del 24 de junio, emularían a los bautismos de San Juan en el Jordán, quien como precursor de Cristo en la Tierra, anunciaba –a través del agua purificadora– la llegada del hijo de Dios, quien con su muerte y posterior resurrección habría de traer la luz (es decir, la vida) al mundo. Razón a su vez, por la que el fuego y el agua eran y son elementos fundamentales en la noche de San Juan. Día propicio para los ritos a través de los cuales se buscaba la identificación con los principios que rigen la naturaleza (en busca de la necesaria armonía que a su vez posibilitaría la paz entre clanes a menudo rivales) y se demandaba a la divinidad una buena cosecha que garantizase la supervivencia.


 Y al igual que en la noche de San Antón (el 17 de enero), el mondongo es bueno para las brasas de las hogueras, también en la de San Juan las sardinas lo son. No en vano a la sardina se la conoce con el sobrenombre de “el cerdo del mar”,  pues es el pescado más abundante de nuestras costas, de los más baratos en el mercado, de los más sabrosos, y por todos estos motivos también de los más consumidos, muy especialmente, en la noche de San Juan.

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