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sábado, 30 de julio de 2016

La periodista y escritora Monika Zgustova reflexiona en EL PAÍS sobre el totalitarismo comunista

Aprender de la historia


La 'nomenklatura' formaba una clase social con privilegios que se negaban al resto de la sociedad



Nací en un país donde cada año el 1 de mayo los niños por obligación salíamos a la calle y donde formábamos filas militares y, con pancartas rojas, marchábamos a través de Praga para saludar a las autoridades del régimen situadas en lo alto de una tribuna como dioses sombríos. Una sonrisa obligada y todas las derivaciones de la palabra patria, declamada por multitudes con el brazo en alto, ya fuera para formar un puño o una salutación militar: ese es para mí el símbolo del régimen en el que crecí en los años sesenta.

En esos años, cuando llegué a la adolescencia, mis padres juzgaron necesario abandonar nuestro país natal y exiliarse en Occidente porque, como uno de los participantes en la derrotada y liberalizadora Primavera de Praga, mi padre empezó a padecer la persecución del endurecido régimen. No era nada nuevo; ya en los años cincuenta, en los albores del régimen comunista en la entonces Checoslovaquia, antes de que nacieran sus hijos, a mi padre le venían a buscar, de madrugada, los miembros de la policía secreta que se lo llevaban a la cárcel donde lo torturaban en un vano intento de persuadirle para que colaborara con ellos.

El totalitarismo comunista —el soviético, el de Europa del Este y el cubano— generó olas enteras de exiliados que huyeron de la persecución (Nabokov, Kundera, Cabrera Infante) o fueron expulsados de su país donde molestaban (Solzhenitsin). El terror comunista creó innumerables exiliados del interior que intentaron sobrevivir como podían dentro de su país (Shostakóvich, Nadezhda Mandelstam, Vaclav Havel).

Aunque mi simpatía tiende hacia los ideales de la justicia social tal como la suele profesar una izquierda moderada, no soy comunista porque en el comunismo, sistema que proclama ante todo la igualdad de todos los miembros de la sociedad, fui testimonio de la desigualdad más grave (la nomenklatura formaba una clase social con privilegios feudales) y las más crueles muestras de injusticia (especialmente cuando se condenaba a inocentes a años y décadas en los campos de trabajos forzados, sin motivo o por un mero chiste, como describe Kundera en La broma). Aprendí por experiencia propia y la de mis padres que a los comunistas que estaban en el poder no les importaba el hombre; lo único que buscaban era mantenerse en el poder.

Muchas grandes obras del siglo XX son testimonios literarios del totalitarismo comunista. El Doctor Zhivago, de Borís Pasternak, es una novela sobre cómo se implantó el comunismo: pensando en el poder de los bolcheviques vencedores y dejando al hombre de lado. La obra entera de los premios Nobel Aleksandr Solzhenitsin, Herta Müller y Svetlana Alexiévich, además de la de Vasili Grossman, que empezó creyendo en la revolución rusa, está dedicada a retratar las enormes injusticias del comunismo.

Creí que la sonrisa obligatoria, el brazo en alto y la patria en la boca habían quedado en la noche de los tiempos

La sonrisa obligatoria en los labios, el brazo en alto y la palabra “patria” en la boca: creí que esos tres gestos, unidos en un solo símbolo, ya habían quedado en las tinieblas de la noche de los tiempos. Al ver resurgir en la campaña de Unidos Podemos los símbolos y eslóganes de mi infancia me quedé preocupada y me pregunté qué diríamos si en España aparecieran símbolos de la dictadura fascista. Son símbolos, gestos y conceptos que apelan directamente a la parte emotiva del hombre, a la parte más irracional de la política, y lo hacen con objetivos electorales.

Sin embargo, lo que a mí me despertó más desasosiego fueron las palabras siguientes del catedrático de Ciencias Políticas de la UNED, Ramón Cotarelo, que fue profesor de Iglesias, Monedero y Errejón: “Los de Podemos censuraron y acallaron a las personas críticas o simplemente independientes y dieron pábulo a los más inútiles pero obedientes”. Estas particularidades obedecen al comportamiento antidemocrático, propio de los regímenes autoritarios y totalitarios.

Es de lamentar que un partido que pretende regenerar el escenario político español recurra a los símbolos y eslóganes más trasnochados, utilizándolos para apelar al homo sentimentalis que hay en muchos de nosotros. Unidos Podemos perdió un 21% de votos, o sea que obtuvo un millón menos que en las elecciones de diciembre. Seguramente son varias las razones de esos resultados, pero una de ellas puede que sea que el ciudadano español ha desconfiado del retorno de esos símbolos, como si el sufrimiento de tantos seres a lo largo del siglo XX hubiera servido de aviso para el día de hoy y que el testimonio del horror no ha caído en saco roto.

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