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domingo, 27 de septiembre de 2015

Cataluña, siglo XX

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El independentismo catalán, anacronismo del pasado frente a los paradigmas del presente

Luis Negro Marco / Buño

«La sola existencia de un pleito nacionalista, quiere decir que hay una personalidad que tiene derechos y prerrogativas detentadas por otro, o sea, un agravio comparativo». La frase anterior –aunque bien podría serlo–  no ha sido pronunciada por ningún político independentista catalán en fechas recientes. Pudieron escucharse el 8 de enero de 1923, por boca del político catalán Francesc Cambó (1876-1947) en el transcurso de su conferencia inaugural del Casal nacionalista de la Barceloneta. Cambó había fundado en 1901 la Lliga Regionalista de Cataluña, que en junio de 1906 entraría a formar parte de la coalición Solidaritat Catalana, en la que estaban también integrados carlistas y republicanos. El triunfo aplastante de la coalición en las elecciones de 1907 significó la ruptura definitiva del turno de partidos (liberal y conservador) en el Gobierno de España. Un sistema político viciado, y que, de alguna manera había institucionalizado la Constitución española de 1876.

 De este modo, la crisis económica y social por la que atravesó España en 1917, llevó a los diputados y senadores por Cataluña, a reunirse el 5 de julio de aquel año en Barcelona. Un encuentro en el que se acordó pedir al Estado su reorganización, de acuerdo a un régimen de autonomías, expresando al Gobierno de España (entonces bajo la presidencia de Eduardo Dato: 1856-1921) que en caso contrario, se convocaría a todos los senadores y diputados españoles a una Asamblea extraordinaria, en Barcelona, para dos semanas después.  Ante la respuesta negativa del Gobierno, el 19 de julio tuvo lugar en Barcelona la anunciada Asamblea de parlamentarios, pero los trabajos de sus tres comisiones quedaron inconclusos, al ser disuelta por la fuerza pública. De no haber sido así, aquella fecha pudo haber sido de gran transcendencia para el futuro de España. El propio Francesc Cambó lo expresó en 1920: «La Asamblea de parlamentarios sirvió para desvelar a los antiguos partidos políticos que no tenían fuerza para gobernar, pero sí para evitar que otros gobernaran. Su único mal fue iniciar una revolución sin finalizarla».

  Posteriormente, las propuestas de paz para poner fin a la I Guerra Mundial, formuladas en enero de 1918 por el presidente estadounidense Woodrow Wilson (1856-1924) –y en las que entre otros puntos abogaba por la oportunidad para el desarrollo autónomo de Austria y Hungría, así como por la concesión de garantías para la independencia política y la integridad territorial de todos los Estados, grandes o pequeños–,  sirvieron de base para las reivindicaciones formuladas por catalanistas, galleguistas y nacionalistas vascos en demanda de sus derechos diferenciales (principalmente basados en el idioma) respecto al resto de regiones de España. La notable influencia que aquellos sectores lograron tener en la opinión pública española, fue decisiva para que, durante la II República, Galicia, Cataluña y País Vasco  redactasen sus respectivos Estatutos de Autonomía. Pero quedaron frustrados tras el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936, y la posterior instauración de la dictadura franquista. No obstante, y debido al  apoyo prestado por el carlismo navarro y alavés a la sublevación de 1936, Franco mantuvo los fueros aún existentes en dichos territorios. No así los de las provincias vascas de Guipuzcoa y Vizcaya, que le habían sido hostiles durante la guerra.

Finalmente, la Constitución española de 1978, compensó de algún modo a estas comunidades “históricas”, incluida Andalucía, mediante la vía de acceso rápido al desarrollo pleno de su proceso autonómico, a través del artículo 151, utilizando el resto el artículo 143. Pero lo sustancial es que la Constitución permite alcanzar el mismo nivel de competencias a todos los territorios del Estado, pues todos los españoles somos iguales ante la ley.

 Lo curioso de este repaso a ciertos acontecimientos de la Historia reciente de España, es que si se comparan con los que ahora se están produciendo en Cataluña,  se pueden contemplar como un  déjà vu ya que guardan una sorprendente y extraña similitud con aquellos. De manera que el nacionalismo político catalán demuestra no haber evolucionado apenas respecto a los planteamientos que esgrimió durante el primer tercio del siglo XX. Un hecho ciertamente anacrónico, puesto que los paradigmas nacionales e internacionales a nivel económico, social y geopolítico, son completamente distintos respecto a los de entonces.

 Y en cuanto al recurso a la Historia,  cabe recordar que la pérdida de fueros, privilegios, prácticas y costumbres, conforme se afianzó la monarquía unitaria en España, no solo afectó a Cataluña (le fueron derogados en 1716 por decreto del rey Felipe V). Aragón –bajo la corona de cuyos reyes estuvieron Cataluña, Mallorca, Murcia, Valencia, Nápoles y Sicilia– perdió los suyos en 1591, primero, y definitivamente en 1711, al igual que Valencia. Navarra perdió sus fueros en 1836 tras la Primera guerra carlista, de manera similar a como le ocurrió después al conjunto de las  provincias Vascongadas, en 1876, al término de la tercera, por su apoyo al derrotado pretendiente carlista Carlos VII.

 No existen pues singularidades ni agravios históricos entre comunidades. Por el contrario, sí los existen en cuanto a personas, y en asuntos tan esenciales como la sanidad. Resulta inconcebible, y contrario a lo establecido en la propia Constitución española, que a día de hoy no exista aún una tarjeta sanitaria única en todo el Estado español, y que los protocolos sanitarios discriminen a los pacientes según su comunidad de origen. E igual de inconcebible resulta que el Estado no haya aún podido garantizar la enseñanza en español, la lengua común, en todas las escuelas del país. España es una nación integrada en la Unión Europea, pero con una tasa de paro que afecta al veinte por ciento de su población activa; un país en el que millones de personas (nacionales e inmigrantes) sobreviven cada día con un salario, e incluso sin él,  muchas veces por debajo del mínimo interprofesional. Y como ciudadanos integrantes de este Estado, –aunque ahogada su voz por la desesperanza– también tienen derecho a expresarse y decidir, sin exclusión.



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