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domingo, 11 de octubre de 2015

Nacionalismo y ciudadanía

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel

Un ciudadano español lo es, por definición, del resto de autonomías del Estado

Luis Negro Marco 

«Las aventuras del buen soldado Svejk»  es el título de una divertida novela en la que el escritor checo Jaroslav Hasêk (1883-1923), describe las innumerables hazañas y quijotescas aventuras que protagoniza un soldado checo en los albores de la I Guerra Mundial. En un momento de la novela, un superior de las tropas del Emperador alecciona con estas palabras a su compañía: “Soldados: sabed que en el ejército un oficial es un ser necesario, mientras que vosotros sois seres accidentales”. Una frase que tanto recuerda a otra muy célebre de la película «Amanece que no es poco» (1989) de la que José Luis Cuerda fue guionista y director. En un momento de la cinta, un vecino del imaginario pueblo del interior de España en el que se desarrolla la trama, aclama: “Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario”.

  Y esto viene a cuenta del –casi con toda probabilidad– lapsus freudiano, de Artur Mas, presidente en funciones de la Generalitat de Cataluña, (es decir el presidente de todos los ciudadanos catalanes) cuando expresó que la victoria de su coalición   –la de «Junts pel sí»– en las elecciones autonómicas del pasado 27 de septiembre, significaba que había ganado Cataluña. Parecería como si en su subconsciente, aquellas elecciones hubiesen sido más que un plebiscito, el desarrollo de una epopeya en torno a «El malestar en la cultura». Título de la obra publicada en 1930 por Sigmund Freud, en la que exponía su teoría de la existencia en la mente humana de una batalla eterna entre Eros y Tánatos

 Pero a más, a más, asociar una Comunidad autónoma con el programa de un determinado partido político, significaría a sus vez la existencia de un imaginario en aquel, según el cual, la sociedad estaría integrada por una “ciudadanía necesaria” (la que  vota y siente de acuerdo a sus postulados) y otra “ciudadanía contingente”, es decir, no necesaria o prescindible, aquella que no le es fiel en las urnas ni comulga con  su ideario. Lo cual es una estridencia (palabra ésta, por cierto que no existía en castellano –sí estridente, para significar el sonido chirriante y desapacible–, y que fue inventada por el político catalán Francesc Cambó para referirse, precisamente a las exageraciones separatistas).

 Pero es que además, el nacionalismo catalán, a pesar del malestar que pueda  causarle España, tampoco ha conseguido aglutinar siquiera a la mitad de los votantes en las pasadas elecciones, y separadamente, sus dos partidos más señeros (convergentes y republicanos) han descendido considerablemente, respecto a sus resultados en las de hace tres años. De manera que –y ésta sería una muestra más de la españolidad de la política catalana– se cumpliría aquí la máxima del periodista zaragozano Mariano de Cavia (1855-1920), según la cual “en España, los políticos adelantan en su carrera a fuerza de fracasos”.

 El historiador británico Eric Hobswan, dejó escrito en su libro «La invención de la tradición» (1983) que fue a partir del último tercio del siglo XIX cuando la palabra política adquirió un sentido a escala nacional, significando que la sociedad civil y el Estado eran conceptos cada más indisociables. De este modo, la estandarización del derecho, la educación estatal, y los servicios sociales, acabaron por transformar a las gentes en ciudadanos de un país específico.

 Retrocediendo en la Historia de España, el 11 de febrero de 1873 era proclama la I República, en virtud de la cual la forma de gobierno de la nación española pasaba a ser la de una República democrática federal, pero que duró menos de un año, ya que fue abatida mediante un golpe de Estado, el 3 de enero de 1874, protagonizado por el general Manuel Pavía. El político barcelonés Francisco Pi y Margall (1824-1901) que había sido el primer presidente de aquel gobierno, pasó entonces a dirigir el partido Republicano federal, con sede en Madrid. En virtud de su carácter federativo, dicho partido celebró durante años numerosas asambleas de representantes de las diferentes regiones de España, en una de las cuales –que tuvo lugar en Zaragoza en el año 1883– se redactó un «proyecto de Constitución republicana federal». Para entonces la vigente en España había sido promulgada en junio de 1876, bajo la presidencia de Cánovas del Castillo (1828-1897), hasta que fue derogada por el general  Miguel Primo de Rivera, tras su golpe de Estado, en septiembre de 1923.

 Volviendo a Pi y Margall, es bueno recordar que fue el autor, entre otras obras de «Las Nacionalidades», obra en la que propugnaba, como regla general para la organización de las nacionalidades, el sistema federativo. Y el actual Estado de las Autonomías en España, legislado en la Constitución de 1978, bien podría ser considerado, en la práctica, federal. De ahí que partiendo de este hecho, el camino que verdaderamente convendría ahora recorrer no sería el de la disgregación, sino justamente el  contrario: el de la unidad. Y es que un Estado no puede ser estático, sino dinámico e interactivo territorialmente, pues es cuando se alzan barreras administrativas, culturales, educativas, lingüísticas, o de cualquier otra índole –como de hecho está sucediendo ahora en España– cuando se ahonda en el distanciamiento.

 A día de hoy, cualquier ciudadano español lo es asimismo –y de acuerdo a los fundamentos de la Constitución española– del resto de Autonomías del Estado, independientemente de su lugar de nacimiento. Se trata por lo tanto de un derecho, es decir, de una categoría distinta a la de los sentimientos, y como categorías distintas, deben por lo tanto contemplarse también en planos de relación diferentes. Como integrantes del Estado español somos pues ciudadanos, y lo somos todos, en el sentido amplio de la palabra, pues los inmigrantes que viven y llegan cada día a nuestro país  –regularizados o no–  deben gozar, de acuerdo al derecho humanitario internacional, de las mismas garantías que el resto de la ciudadanía.

  En el fondo, el bienestar de los Estados,  no es sino la consecuencia natural de la reunión de las diferentes voluntades individuales, para alcanzar unos comunes objetivos. Y siguiendo a nuestro ilustre aragonés de adopción, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), en su ameno libro «Charlas de café», “los mejores tónicos de la voluntad son la verdad y la justicia”.


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