Un
ciudadano español lo es, por definición, del resto de autonomías del Estado
Luis
Negro Marco
«Las aventuras del buen soldado Svejk» es el
título de una divertida novela en la que el escritor checo Jaroslav Hasêk
(1883-1923), describe las innumerables hazañas y quijotescas aventuras que
protagoniza un soldado checo en los albores de la
I Guerra Mundial. En un momento de la
novela, un superior de las tropas del Emperador alecciona con estas palabras a
su compañía: “Soldados: sabed que en el
ejército un oficial es un ser necesario, mientras que vosotros sois seres
accidentales”. Una frase que tanto recuerda a otra muy célebre de la
película «Amanece que no es poco» (1989) de la que
José Luis Cuerda fue guionista y director. En un momento de la cinta, un vecino
del imaginario pueblo del interior de España en el que se desarrolla la trama,
aclama: “Alcalde, todos somos
contingentes, pero tú eres necesario”.
Y esto viene a cuenta del –casi con toda probabilidad–
lapsus freudiano, de Artur Mas, presidente en funciones de la Generalitat de
Cataluña, (es decir el presidente de todos los ciudadanos catalanes) cuando
expresó que la victoria de su coalición –la de «Junts
pel sí»– en
las elecciones autonómicas del pasado 27 de septiembre, significaba que había
ganado Cataluña. Parecería como si en su subconsciente, aquellas elecciones
hubiesen sido más que un plebiscito, el desarrollo de una epopeya en torno a «El malestar en la cultura». Título de la obra publicada en 1930 por Sigmund Freud, en la
que exponía su teoría de la existencia en la mente humana de una batalla eterna
entre Eros y Tánatos
Pero a más, a más, asociar una Comunidad
autónoma con el programa de un determinado partido político, significaría a sus
vez la existencia de un imaginario en aquel, según el cual, la sociedad estaría
integrada por una “ciudadanía necesaria” (la que vota y siente de acuerdo a sus postulados) y
otra “ciudadanía contingente”, es decir, no necesaria o prescindible, aquella
que no le es fiel en las urnas ni comulga con su ideario. Lo cual es una estridencia
(palabra ésta, por cierto que no existía en castellano –sí estridente, para significar el sonido chirriante y desapacible–, y
que fue inventada por el político catalán Francesc Cambó para referirse,
precisamente a las exageraciones separatistas).
Pero es que además, el nacionalismo catalán, a
pesar del malestar que pueda causarle
España, tampoco ha conseguido aglutinar siquiera a la mitad de los votantes en
las pasadas elecciones, y separadamente, sus dos partidos más señeros
(convergentes y republicanos) han descendido considerablemente, respecto a sus
resultados en las de hace tres años. De manera que –y ésta sería una muestra
más de la españolidad de la política catalana– se cumpliría aquí la máxima del
periodista zaragozano Mariano de Cavia (1855-1920), según la cual “en España, los políticos adelantan en su
carrera a fuerza de fracasos”.
El historiador británico Eric Hobswan, dejó
escrito en su libro «La invención de la tradición» (1983) que fue a
partir del último tercio del siglo XIX cuando la palabra política adquirió un sentido a escala nacional, significando que la
sociedad civil y el Estado eran conceptos cada más indisociables. De este modo,
la estandarización del derecho, la educación estatal, y los servicios sociales,
acabaron por transformar a las gentes en ciudadanos de un país específico.
Retrocediendo en la Historia de España, el 11
de febrero de 1873 era proclama la I República , en virtud de la cual la forma de
gobierno de la nación española pasaba a ser la de una República democrática
federal, pero que duró menos de un año, ya que fue abatida mediante un golpe de
Estado, el 3 de enero de 1874, protagonizado por el general Manuel Pavía. El
político barcelonés Francisco Pi y Margall (1824-1901) que había sido el primer
presidente de aquel gobierno, pasó entonces a dirigir el partido Republicano
federal, con sede en Madrid. En virtud de su carácter federativo, dicho partido
celebró durante años numerosas asambleas de representantes de las diferentes
regiones de España, en una de las cuales –que tuvo lugar en Zaragoza en el año
1883– se redactó un «proyecto de Constitución republicana federal». Para entonces la
vigente en España había sido promulgada en junio de 1876, bajo la presidencia
de Cánovas del Castillo (1828-1897), hasta que fue derogada por el general Miguel Primo de Rivera, tras su golpe de
Estado, en septiembre de 1923.
Volviendo a Pi y Margall, es bueno recordar
que fue el autor, entre otras obras de «Las
Nacionalidades»,
obra en la que propugnaba, como regla general para la organización de las
nacionalidades, el sistema federativo. Y el actual Estado de las Autonomías en
España, legislado en la
Constitución de 1978, bien podría ser considerado, en la
práctica, federal. De ahí que partiendo de este hecho, el camino que
verdaderamente convendría ahora recorrer no sería el de la disgregación, sino
justamente el contrario: el de la
unidad. Y es que un Estado no puede ser estático, sino dinámico e interactivo
territorialmente, pues es cuando se alzan barreras administrativas, culturales,
educativas, lingüísticas, o de cualquier otra índole –como de hecho está sucediendo
ahora en España– cuando se ahonda en el distanciamiento.
A día de hoy, cualquier ciudadano español lo
es asimismo –y de acuerdo a los fundamentos de la Constitución española–
del resto de Autonomías del Estado, independientemente de su lugar de
nacimiento. Se trata por lo tanto de un derecho, es decir, de una categoría
distinta a la de los sentimientos, y como categorías distintas, deben por lo
tanto contemplarse también en planos de relación diferentes. Como integrantes
del Estado español somos pues ciudadanos, y lo somos todos, en el sentido
amplio de la palabra, pues los inmigrantes que viven y llegan cada día a
nuestro país –regularizados o no– deben gozar, de acuerdo al derecho
humanitario internacional, de las mismas garantías que el resto de la
ciudadanía.
En el
fondo, el bienestar de los Estados, no
es sino la consecuencia natural de la reunión de las diferentes voluntades individuales,
para alcanzar unos comunes objetivos. Y siguiendo a nuestro ilustre aragonés de
adopción, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), en su ameno libro «Charlas de café», “los mejores tónicos de
la voluntad son la verdad y la justicia”.
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