Sentido común
Popularmente siempre se ha dicho que “es el menos común de
los sentidos” y sin embargo es el más necesario en las personas, sobre todo de
quienes detentan las instancias del poder, porque es imprescindible para la
detección y solución de los problemas. Así, cuando una decisión o actuación es
“de sentido común”, es que resulta clara, diáfana, inteligible, asumida y
sentida por la mayoría de los comunes. En caso contrario, es decir cuando la
manera de obrar de alguien ante una determinada situación es contraria a la
evidencia de los hechos, el resultado es el de un malestar y rechazo
generalizados hacia ella.
Ante todo, ciudadanos
Sucede de este modo que quienes deciden (véase
principalmente a los políticos con responsabilidades de gobierno)
contrariamente al sentido común sobre cuestiones transcendentales, pierden su
credibilidad ante la mayoría social. Más aún cuando lejos de solucionar el
problema, sus decisiones lo agrandan. Ejemplos durante los últimos años, en el
caso de España, innumerables, y sus consecuencias dramáticas, incluso traumáticas: Casi seis millones de personas en el paro;
miles de desahucios; estafas de algunos bancos cuyos responsables han actuado,
y siguen actuando, como dueños absolutos del dinero y la dignidad de las
personas; impuestos abusivos y cada vez más altos, control estatal sobre la
ciudadanía cada vez más creciente (con una preocupante tendencia a la
criminalización de las manifestaciones ciudadanas y al recorte de las
libertades individuales, incluida la libertad de expresión), decenas de miles
de familias pendientes de un solo sueldo inferior en la mayoría de los casos a
los mil euros mensuales; una Justicia a la que hay que acceder previo pago y
que se está demostrando que no es igual para todos; miles de jóvenes que
abandonan España para poder tener un futuro y otros tantos que quedándose aquí
–creando sus propias empresas, o
trabajando por cuenta ajena– perciben mínimos ingresos, incompatibles con las
responsabilidades de crear una familia; la economía sumergida es perseguida de
manera implacable por la Administración del Estado sobre la población, mientras
amnistía la de quienes han robado grandes fortunas.
Y así un rosario de
agravios comparativos, un maltrato mental hacia la ciudadanía a la que se
pretende anestesiar con el mensaje de que “todo es debido a la crisis”. Pero
¿qué otra crisis que la que los propios políticos que han gobernado y gobiernan
España han creado durante los últimos años? ¿Han hecho o hacen algo ellos para
que los españoles nos sintamos orgullosos de serlo, más allá de los manidos
estereotipos, hasta el punto de que ondear una bandera de España signifique ser
tildado –como despectivo calificativo– de “españolista”? ¿Son los extemporáneos
y anacrónicos separatismos catalán y vasco un problema para el Gobierno actual,
o son el “providencial” chivo expiatorio sobre el que desviar la frustración y desesperanza
de una ciudadanía desencantada y cada vez más alejada de sus políticos?
La lengua no identifica a las naciones
Solo así
se entiende, y ahora en el reciente caso de Aragón, que el equipo de gobierno
de la Diputación General haya impulsado una ley –contraria al más elemental sentido común – en la que se niega al aragonés y catalán como
lenguas propias de la Comunidad. Tildar de “pancatalanistas”, como ellos han
hecho, a quienes defienden la realidad plurilingüe de Aragón, es sinónimo de
identificar lengua y Estado, por lo que paradójicamente (si es que pretendía lo
contrario la coalición PP-PAR aragonesa con su ley de lenguas) la DGA está
dando alas y razones a los extremistas catalanistas que, basados precisamente
en esa (absolutamente carente de todo fundamento) afirmación, defienden que Cataluña se extiende
desde Menorca –el Oriente geográfico de la lengua catalana –, hasta Fraga,
geográficamente ubicada en la que ellos denominan “Franxa Catalana de Ponent”.
¿Curioso, no? Pero no es solo eso lo grave, porque si así, con tanta falta de
sentido común en el tema de las lenguas, actúa el Gobierno de Aragón ¿cómo va
ahora a confiar la ciudadanía aragonesa en sus decisiones sobre materias mucho más
sensibles y de mayor impacto social, como la Educación, la Sanidad y el Empleo?
No hay mayor tesoro para un político que el de su credibilidad ante la opinión
pública; algo que sabía muy bien J.F. Kennedy, cuando en 1960, en un
debate televisado en directo con su
oponente político Richard Nixon, en la carrera por la presidencia de los
Estados Unidos, J.F.K. se dirigió a la audiencia y preguntó: “¿Alguien de
ustedes le compraría al señor Nixon un coche de segunda mano?” Por supuesto,
Kennedy ganó las elecciones.
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