Cuando la
Historia se manipula deja de ser ciencia para convertirse en doctrina
Luis
Negro Marco / A Golada
¿Puede
afirmarse hoy que sea europeamente satisfactorio la cantidad de horas que un
obrero no cualificado necesita entre nosotros para comprar un kilo de carne o
un par de zapatos? Sobre el radical igualitario hispánico de la sentencia «Nadie es más que
nadie»
–habitualmente incumplida por muchos de los que se regodean alabándola- perdura
entre nosotros una situación socioeconómica injusta y conflictiva.
Aunque podrían ser perfectamente aplicables a
nuestros días, las anteriores frases
fueron escritas en 1971, y pertenecen al libro A qué llamamos España, publicado en 1971 por el médico y ensayista
aragonés –turolense por más señas, nacido en Urrea de Gaén– Pedro Laín Entralgo
(1908-2001). Un libro que goza de total vigencia y cuya lectura puede ayudarnos
a comprender mejor la actualidad de nuestro país.
Otros muchos historiadores, ensayistas y
filósofos se habían formulado, tiempo antes, la misma pregunta. Algunos de
manera fatalista, como el escritor romántico Mariano José de Larra (1809-1837)
quien en el epitafio de El día de Difuntos escribió: «Aquí yace media
España, murió de la otra media». Un tema, el de las dos Españas, que, no obstante desarrolló un
historiador portugués, Fidelino de Figueirido (1889-1967) quien, a los dos años
de proclamada la II República ,
en 1933, publicó un libro con ese título, en el que indicaba que dicha dualidad
habría existido en España, y sin solución de continuidad, desde 1815 con la
restauración de Fernando VII en el trono de España, tras la expulsión de José
Bonaparte. Bien es cierto que con anterioridad, en 1912, nuestro poeta Antonio
Machado (1875-1939) ya había escrito, en Campos
de Castilla, un poema titulado Españolito
que vienes (aún muy popular por la excelente versión musical que de él hizo
en 1969, el catalán Joan Manuel Serrat), en el que aludía a las dos Españas.
Otro poeta, en esta ocasión catalán, Joan
Maragall (1860-1911) fue el autor de Oda
a España,
pieza que concibió con motivo del Desastre de 1898, año en el
que, tras su derrota frente a los Estados Unidos, España perdió dos de sus últimas joyas
coloniales: la caribeña Cuba y las islas
Filipinas, “las perlas españolas del Pacífico”. Maragall, al igual que los
escritores de la Generación
del 98, demuestra en esa obra su honda preocupación por España, a la que vuelve
a recordar en su Himne Ibéric, de
1906, en el que propone a las tierras litorales de España que hablen a Castilla
del mar: “Parleu-li del mar, germans”.
Moneda española, acuñada en 1869, durante el "Sexenio liberal" (1868-1874).- Foto: Luis Negro |
El Romanticismo –la respuesta al desarrollo
de las ciencias de la
Ilustración , que había comenzado a finales del siglo
XVII– propició el auge de los
nacionalismos a lo largo del siglo XIX,
y junto a ellos, el de los estereotipos identitarios. Así ocurrió con el
arqueólogo y escritor francés Prosper Mérimée (1803-1870) y su novela Carmen, publicada en 1847, y ambientada
en Andalucía. Una visión de lo hispano que tendría su contestación en 1952,
cuando los creadores Quintero, León y Quiroga compusieron la copla Carmen de España «manola, valiente, y no la de Mérimée». Crítico también
respecto a los nacionalismos se había mostrado el escritor Ángel Ganivet
(1865-1898), quien en sus Cartas
finlandeses dedica un capítulo: «Donde se refiere al Gran Ducado de Finlandia, las diversas
teorías inventadas acerca de la constitución de las nacionalidades».
En el caso peninsular, ninguno de los reinos
hispanos antes, durante y después de la Reconquista , creció de manera independiente y
aislada. Bien al contrario, y el ejemplo más palpable lo constituye la Corona de Aragón, cuyos
reyes ostentaron este nombre, cuando avanzaron hacia Italia y el Mediterráneo
hasta la conquista de Constantinopla.
Hechos bien relatados por el general e historiador Francisco de Moncada
(1586-1635) en su libro Expedición de los
catalanes y aragoneses contra turcos y griegos, iniciada en 1303 por Roger
de Flor y sus legendarios almogávares. Y
ya a finales del siglo XV, los Reyes Católicos
pusieron en marcha su innovador intento por crear el primer Estado
nacional. A partir de entonces, la política empezará a predominar sobre la
guerra, como bien supo ver el jesuita aragonés Baltasar Gracián, cuando en 1640
escribió El Político, inspirado en la
figura de Fernando II de Aragón.
«Discutido y discutible» el concepto de España como nación fue el origen de
España invertebrada, el libro que en
1921 escribió el ensayista y filósofo José Ortega y Gasset (1883-1955), en el
que hace esta reflexión: «España se va deshaciendo y hoy ya es más bien que un pueblo, la
polvareda que de él queda». Una obra no exenta de controversia y debate, al que después de la Guerra Civil , seguirían otras.
Como la que en 1948 publicó Américo Castro (1885-1972) titulada España en su Historia, la cual tuvo una réplica inmediata a través
de la obra de otro gran historiador: Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984),
autor de España, un enigma histórico.
Mientras el primero defendía la teoría de lo hispánico como resultante de una
convivencia de pueblos «cristianos, moros y judíos», el segundo hacía
hincapié en lo genuinamente español como resultado de un aporte fundamental
castellano.
Cuestiones interesantes, sin duda, para
debatir desde la Historia. Pero
el problema estriba en que durante los últimos cuarenta años, esta ciencia ha
sufrido el mayor de los desprecios en los distintos planes de estudios de las
distintas –y hasta contradictorias– leyes de educación que han estado vigentes
durante este tiempo. Nunca es tarde.
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