viernes, 26 de febrero de 2016

España y el síndrome de Iznogud

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel

        La reticencia a las buenas
        innovaciones no es buena 
       
    Y dígame [Iznogud]: ¿Algún sueño recurrente? -Quiero ser califa en lugar del califa

Luis Negro Marco / Brandariz

 Quienes hayan tenido la oportunidad de disfrutar con el humor inteligente y afable de los cómics protagonizados por los “temibles” galos Asterix y Obelix, del dibujante Uderzo y el guionista Goscinny, es muy probable que también conozcan y gusten de las aventuras de otro genial cómic: Iznogud (juego de palabras de la expresión inglesa is not good –“no es bueno”– ), nombre del protagonista (Iznogud) de esta divertida saga de aventuras, ambientadas en  la Bagdad de Las mil y una noches, creado en 1962 por el dibujante francés Jean Tabary y su compatriota, el anteriormente citado guionista, René Goscinny.

 La trama de este cómic gira siempre en torno a las estratagemas que Iznogud, acompañado de su hombre de confianza, Dilat Laraht, pone en marcha –inspirado en su máxima: “Quiero ser califa en lugar del califa”– para intentar derrocar al bonachón califa, Haroum El Poussah. Pero al igual que le ocurre al inolvidable villano Pierre no doy una (de la inolvidable serie de dibujos animados Los autos locos, quien a pesar de sus trampas, siempre se quedaba a pocos metros de la meta, sin acabar la carrera), a Iznogud sus disparatados planes siempre se le vuelven en contra, y acaba consiguiendo  el efecto contrario al deseado, es decir, acrecentando el amor de los súbditos hacia el califa y su linaje, y la chanza del pueblo hacia sí.
 
 El historiador argentino Osvaldo Víctor Pereira, profesor de la Universidad Nacional de La Plata, que ha investigado sobre el surgimiento del espacio señorial castellano y sus redes clientelares entre los siglos XIV y XVI, ha evidenciado en su estudio la importancia que los linajes cántabro-vizcaínos (la extensión de sus redes parentelares y clientelares) tuvieron en la construcción del poder oligárquico y territorial de la Merindad de Castilla, desde la segunda mitad del siglo XIV. Un hecho que, desde la narrativa genealógica, sería extrapolable históricamente al resto de regiones españolas durante el mismo período de tiempo.

 De manera que, ante la necesidad de las familias nobles por dotar de legitimidad a su control sobre amplias regiones, hubieron de recurrir a fundamentarla sobre relatos inventados y fantásticos, generando así una memoria colectiva de  aceptación popular. Es a esto a lo que el historiador Américo Castro (1885-1972) denominó “conciencia de la dimensión imperativa de la persona”, según la cual las gentes de la Península –disgregadas por la caída del dominio visigodo, a comienzos del siglo VIII, tras la conquista musulmana– se labraron una estructura ideal (aragoneses, leoneses, castellanos…) que a la larga constituyó lo español, manifestado en lenguas españolas y modos peculiares de comportarse.

 A partir de la centralización  política y administrativa de España, llevada efectivamente a cabo por Felipe V tras la guerra de Secesión (1701-1713), se instauraron las bases para el surgimiento del nuevo Estado moderno, persistiendo no obstante las fuerzas regionalistas centrífugas de los antiguos reinos, sustentadas principalmente por la iglesia y la nobleza de sangre.

 La consolidación del castellano como lengua común para toda la nación,  así como la creación de la Real Academia Española de la Lengua, en el año 1713, fueron hechos que contribuyeron decisivamente  a la implantación del modelo centralista francés en España. Aunque quizás no fue la lengua el factor determinante para la unidad, pues como escribió el escritor irlandés Bernard Shaw (1856-1950; ganador del Nobel de Literatura en 1925), respecto a la lengua inglesa: “Inglaterra y los Estados Unidos son países muy parecidos, separados por un mismo idioma”. 

 El escritor y militar español del siglo XVIII, José Cadalso (1741-1782) ya manifestaba en sus póstumamente publicadas Cartas Marruecas, la existencia de las mismas  inquietudes territoriales que más de dos siglos después, siguen aún latentes en España. Y así veía nuestro escritor aquella cuestión, en palabras de un “proyectista”: «Daré a España una división geográfica y política, hecha en septentrional y meridional, occidental y oriental. Quiero que en cada una de estas partes se hable un idioma y se estile un traje. En la septentrional ha de hablarse el vizcaíno; en la meridional, andaluz cerrado; en la oriental catalán; y en la occidental, gallego. El traje en la septentrional ha de ser como el de los maragatos, ni más ni menos. En la segunda, montera granadina muy alta, capote de dos faldas y ajustador de ante; en la tercera, gambeto catalán y gorro encarnado, y en la cuarta, calzones blancos, largos, con todo el restante del equipaje que traen los segadores gallegos. Ítem, en cada una de las mencionadas cuatro partes integrantes de España, quiero que haya su iglesia patriarcal, su universidad mayor, su capitanía general, su seminario de nobles, su tesorería, su casa de moneda, y su aduana general. Ítem, la Corte se irá mudando según las cuatro estaciones del año, por las cuatro partes. El invierno en la meridional, el verano en la septentrional, et sic de caeteria (etcétera)».

  Y concluye lamentándose el escritor: «lo malo es que la gente, desazonada con tanto proyecto frívolo, se muestra así reticente a las innovaciones útiles, y admitidas finalmente con repugnancia, no surten los buenos efectos que producirían si hallasen los ánimos más sosegados». Y eso no es bueno.

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