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El apóstol Santiago y el peregrino Don Quijote
El año en que se conmemora el cuarto
centenario de la muerte de Cervantes, está coincidiendo con el del jubileo
extraordinario de la
Misericordia conferido
por el papa Francisco para los creyentes y todas las personas del mundo. Con
este motivo, y aunque no debería haber ocurrido hasta el año 2021, la Puerta Santa de la catedral de
Santiago de Compostela, permanece abierta para
que cuantos cristianos lleguen a la ciudad, puedan pasar por ella y
abrazar al apóstol desde el peregrinaje de la fe.
Luis Negro Marco Historiador y periodista |
Declarado en 1987 “Itinerario Cultural Europeo”, el Camino de Santiago nació en el
siglo IX con la vocación de convertirse
en la principal vía de comunicación a través de la cual habrían de desarrollarse
los Estados occidentales del continente. Durante siglos, todos los caminos –y
no solo los espirituales– de Europa, llevaban hasta Compostela, y pronto la
iconografía del santo empezó a combinar las sandalias, el bordón y la esclavina
del peregrino piadoso, con la espada del soldado, el caballo y las espuelas del
santo guerrero, al que invocaban los españoles cuando entraban en batalla.
En el capítulo 58 proclama Don Quijote respecto
del apóstol Santiago: Éste sí que es
caballero, y de las escuadras de Cristo; se llama don Diego Matamoros, uno de
los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo. La iconografía de “Santiago Matamoros” tendría su origen en la legendaria batalla de Clavijo, que habría acontecido en un
lugar próximo a Logroño, en el
año 834. La intervención de Santiago en
ella habría sido decisiva, otorgando la victoria a los cristianos, a la vez que
poniendo fin al tributo de las cien doncellas que los moros les
reclamaban anualmente, tal y como refirió en el siglo XII Rodrigo Jiménez,
arzobispo de Toledo.
En su insólito de vagar, la filantropía que
inspira el peregrinaje de Don Quijote, le lleva no solo a
buscar la perfección
y liberación de su ánimo, sino también el propio de quienes encuentra en el
camino, no recibiendo a cambio sino palos, quebrantos de los más variados, y
burlas. Un Don Quijote que es también peregrino por cuanto extraño para las
entendederas de la gente sencilla de su tierra (la peregrinidad fue durante
siglos entendida también en su acepción de “extranjería”), al igual que
Peregrino Proteo, aquel filósofo cínico que escandalizó primero a las gentes de
Egipto y después a las de la misma Roma, y que acabó sus días arrojándose a las
llamas durante los Juegos Olímpicos del año 165.
La peregrinación, como perfección constante de los seres humanos, a través de la comunicación entre los pueblos, que propicia el bien y el amor, es el verdadero significado del Camino de Santiago |
Las andanzas de Don Quijote son asimismo un
torrente continuo de pruebas que se autoimpone nuestro personaje con la
finalidad de dirimir sus capacidades personales y fortaleza de ánimo. Es su
vida como la de los ríos que en metáfora de Jorge Manrique, van a dar a la mar,
que es el morir. También en este sentido es nuestro hidalgo un peregrino en tránsito
desde la vida mortal a la eterna, hasta que –como San Pablo, cegado derribado
de su caballo por la luz de Dios– Don Quijote es vencido y derribado de su caballo por el Caballero de la Blanca Luna , a orillas del mar,
símbolo de la muerte.
Y es en ese preciso instante de sentimiento
racional de la derrota, cuando Don Quijote cesa en sus andanzas y deja de ser
peregrino. Extrañamente cuerdo, decide
volver a casa (cual Ulises –pero
derrotado–) desde Troya (el lugar en que había caído) hasta
Ítaca, su aldea de la Mancha , en la que sin
embargo, a su llegada, no encontrará a su Penélope,
Dulcinea.
Sobrepasado por el dolor, cree entonces el
ingenioso manchego que ha recobrado la cordura y en su lecho de muerte dice a
Sancho Panza: Perdóname amigo, de haberte
hecho caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros
andantes en el mundo. A lo que
Sancho, heredero del peregrino ideal de su señor, le responde llorando: No se muera vuestra merced y viva muchos
años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse
morir sin más ni más, sin que otras
manos le acaben que las de la melaconlía.
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