martes, 26 de julio de 2016

Don Quijote, el peregrino más universal


   El año en que se conmemora el cuarto centenario de la muerte de Cervantes, está coincidiendo con el del jubileo extraordinario de la Misericordia  conferido por el papa Francisco para los creyentes y todas las personas del mundo. Con este motivo, y aunque no debería haber ocurrido hasta el año 2021, la Puerta Santa de la catedral de Santiago de Compostela, permanece abierta para  que cuantos cristianos lleguen a la ciudad, puedan pasar por ella y abrazar al apóstol desde el peregrinaje de la fe.

Luis Negro Marco
Historiador y periodista
 Es mi propósito el de encaminar mis pasos por mejor camino del que llevo. Así habla  el hidalgo caballero en la inmortal obra de Cervantes a su fiel escudero Sancho Panza, cuando decide dar comienzo a su peregrinaje. Porque qué es, sino un convencido peregrino, el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. A lo largo de sus maravillosas aventuras y de las más inimaginables historias, la improvisada senda que recorre el caballero andante junto a su noble amigo, es más que geográfica, un camino de esculpido interior, porque como proclama el noble castellano en un momento de la obra, “quienes dejan morir su reputación y su honor de caballeros, son nada y acabarán en nada, olvidados de todos, en la cueva de la nada”. Razón por la que Don Quijote es ante todo un peregrino en busca de que sus obras y honra ensalcen a la peregrina (en su acepción de hermosa perfección) dama Dulcinea del Toboso.

 Declarado en 1987 “Itinerario Cultural Europeo”, el Camino de Santiago nació en el siglo IX  con la vocación de convertirse en la principal vía de comunicación a través de la cual habrían de desarrollarse los Estados occidentales del continente. Durante siglos, todos los caminos –y no solo los espirituales– de Europa, llevaban hasta Compostela, y pronto la iconografía del santo empezó a combinar las sandalias, el bordón y la esclavina del peregrino piadoso, con la espada del soldado, el caballo y las espuelas del santo guerrero, al que invocaban los españoles cuando entraban en batalla. 

 En el capítulo 58 proclama Don Quijote respecto del apóstol Santiago: Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo; se llama don Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo. La iconografía de “Santiago Matamoros” tendría su origen en la legendaria batalla de Clavijo, que habría acontecido en un lugar próximo a Logroño, en el año 834. La intervención de Santiago  en ella habría sido decisiva, otorgando la victoria a los cristianos, a la vez que poniendo fin al  tributo de las cien doncellas que los moros les reclamaban anualmente, tal y como refirió en el siglo XII Rodrigo Jiménez, arzobispo de Toledo.

 En su insólito de vagar, la filantropía que inspira el peregrinaje de Don Quijote, le lleva no solo a
La peregrinación, como perfección constante de los seres
humanos, a través de la comunicación entre los pueblos, que
propicia el bien y el amor, es el verdadero significado del
Camino de Santiago
buscar la perfección y liberación de su ánimo, sino también el propio de quienes encuentra en el camino, no recibiendo a cambio sino palos, quebrantos de los más variados, y burlas. Un Don Quijote que es también peregrino por cuanto extraño para las entendederas de la gente sencilla de su tierra (la peregrinidad fue durante siglos entendida también en su acepción de “extranjería”), al igual que
Peregrino Proteo, aquel filósofo cínico que escandalizó primero a las gentes de Egipto y después a las de la misma Roma, y que acabó sus días arrojándose a las llamas durante los Juegos Olímpicos del año 165.

 Las andanzas de Don Quijote son asimismo un torrente continuo de pruebas que se autoimpone nuestro personaje con la finalidad de dirimir sus capacidades personales y fortaleza de ánimo. Es su vida como la de los ríos que en metáfora de Jorge Manrique, van a dar a la mar, que es el morir. También en este sentido es nuestro hidalgo un peregrino en tránsito desde la vida mortal a la eterna, hasta que –como San Pablo, cegado derribado de su caballo por la luz de Dios– Don Quijote es vencido y derribado  de su caballo por  el Caballero de la Blanca Luna, a orillas del mar, símbolo de la muerte.

 Y es en ese preciso instante de sentimiento racional de la derrota, cuando Don Quijote cesa en sus andanzas y deja de ser peregrino.  Extrañamente cuerdo, decide volver a casa (cual Ulises –pero derrotado–) desde Troya (el lugar en que había caído) hasta Ítaca, su aldea de la Mancha, en la que sin embargo, a su llegada, no encontrará a su Penélope, Dulcinea.

 Sobrepasado por el dolor, cree entonces el ingenioso manchego que ha recobrado la cordura y en su lecho de muerte dice a Sancho Panza: Perdóname amigo, de haberte hecho caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.  A lo que Sancho, heredero del peregrino ideal de su señor, le responde llorando: No se muera vuestra merced y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que  otras manos le acaben que las de la melaconlía.

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