lunes, 25 de diciembre de 2017

Navidad, 2017


Luis Negro Marco / Santiago de Compostela

  El nacimiento de Jesús tuvo lugar, probablemente, cinco años antes del cambio de era, durante el reinado de quien da su nombre a la ciudad de Zaragoza, Octavio César Augusto. Paradójicamente, Augusto se había atribuido el sobrenombre de «Salvador», por haber propiciado la paz en los vastos dominios de Roma. Un término que en la literatura clásica se reservaba a Zeus, y en la traducción griega del Antiguo Testamento, a Dios. En aquel tiempo, el emperador había promulgado un edicto para que se procediera al empadronamiento de todas las personas que vivían en el Imperio, incluida la provincia de Siria, de la que era gobernador el cónsul Quirino.

 De manera que para cumplir con sus obligaciones censitarias, José  y la Virgen se pusieron en camino hacia Belén de Judá, que era, precisamente, el lugar que habían señalado los profetas para el nacimiento del Mesías, «El Salvador». Sin embargo, la Humanidad, que llevaba siglos esperando la llegada de Dios, en el momento de su nacimiento no tuvo sitio para él. Jesús (nombre que le dio el arcángel San Gabriel antes de ser concebido, en el momento de la Anunciación a María), también llamado «Emmanuel» (Dios con nosotros), nació en un humilde pesebre.

"Nacimiento con arquitecturas".-  Francisco Antolínez,
Museo Calasancio de los PP. Escolapios (Madrid)
  Sólo a partir de la recreación de su nacimiento en la ciudad italiana de Greccio, en el año 1223, por iniciativa de San Francisco de Asís, se representó a Jesús recién nacido entre un buey una mula. Y aunque los relatos sobre la Navidad  que aparecen en el Nuevo Testamento no narran que aquello así aconteciera, el papa Benedicto XVI hizo una aguda reflexión sobre su poderoso simbolismo. Se remontó el pontífice a una frase del profeta Isaías: «El buey reconoce a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no me reconoce y el pueblo no entiende mi voz». Hacía así referencia el papa al hecho de que con suma frecuencia, mientras la irracionalidad  conoce, la razón se halla ciega.  

 De este modo, fue el poderoso rey Herodes quien no vio en aquel niño a Dios, ni tampoco los doctores de Jerusalén, a quienes después aleccionaría Jesús niño en el templo. Sin embargo, sí lo conocieron –como el buey y el asno de los que habló el profeta Isaías– los pastores, las personas más humildes, que fueron los primeros en ir a adorarle, los Reyes Magos, María y José. Por eso, la Navidad  es una fiesta profundamente humana y universal.

 Respecto a la celebración del nacimiento de Jesús en un 25 de diciembre, dicha fecha coincidía, en el calendario judío, con la «Fiesta de las Luces» (Hanukkah), día en que se festejaba la consagración del templo de Jerusalén. El origen de esta fiesta se remontaba al 165 a. C., año en el que Judas Macabeo habría retirado del santo lugar el altar profano que, dedicado a Zeus, había colocado el rey de Siria, Antíoco IV Epífanes, para identificarse con la divinidad.

 Y como para el antiguo pueblo de Israel la semana del 25 al 31 de diciembre era al mismo tiempo la semana previa al año nuevo (el paso del Kislet al Tevet, los equivalentes temporales a nuestros meses de diciembre y enero), la Hanukkah adquiría un significado aún más profundo, pues representaba el comienzo de una nueva época, la de la liberación de la tierra de Judea, y la esperanza en la llegada del Mesías.

 En cualquier caso, la celebración de la Navidad sólo adquiriría su forma definida en la Cristiandad a partir del siglo IV, cuando desplazó a la fiesta romana del «Sol Invictus» (el dios Mitra identificado con el sol), instituida por el emperador Aureliano en el siglo III de nuestra era, y cuya celebración tenía lugar en torno al 27 de diciembre, para celebrar el solsticio de invierno. Pero para los cristianos, el verdadero sol victorioso, la luz que ilumina el mundo, reside en el nacimiento de Cristo y en su Resurrección, tras su pasión y muerte en la cruz. De ambos acontecimientos trasciende un profundo mensaje universal de salvación para la Humanidad que reside en la belleza, solo posible a través de la verdad del amor.

  Por tanto, nuestros tradicionales «belenes» no son sino la recreación de la condición humana de Jesús; un niño pobre, nacido en un pesebre, en la ciudad de Bethlehem de Judá, cuyo único poder es el amor, pero sin el cual la Humanidad queda fragmentada y reducida a la nada. De ahí que en muchas de las pinturas religiosas que a lo largo de la historia han recreado el nacimiento de Jesús, aparezca representado un coro de ángeles sobre su cuna, sosteniendo la leyenda: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama».

 Por tanto, la Navidad no se circunscribe a los cristianos, sino a todas las personas que     –independientemente de sus creencias religiosas– trabajan por el bien del conjunto de la sociedad. Y es  de aquí, de la verdad del amor, no de las vacuas declaraciones de buenas intenciones, de donde nace la paz.
 


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