lunes, 5 de marzo de 2018

La Cincomarzada de Zaragoza, 180 años después

                    (Este artículo fue publicado en "El Periódico de Aragón" el 5 de marzo de 2018)
El día de la victoria

Luis Negro Marco 

    Aquel lunes, 5 de marzo de 1838, los primeros rayos de sol habían acariciado los tejados de Zaragoza a las seis y cuarto de la mañana. El santoral del calendario indicaba que era la festividad de San Eusebio papa y cristianos mártires. Hacía apenas una semana, el 27 de febrero, la capital aragonesa había vivido con alegría el martes de Carnaval, que en Madrid se había celebrado con suntuosos bailes de máscaras, en salones y calles de la ciudad.

 El 5 de marzo de 1838, el «Diario de Madrid» anunciaba en su sección de “Diversiones púbicas, que en el Teatro del Príncipe de la capital de España se volvería a poner en escena «Los amantes de Teruel», el afamado drama de Juan Eugenio Hartzenbusch. También se podían leer, en las hojas del día, noticias anunciando la venta de bienes desamortizados a la Iglesia, los cuales lejos de revertir en beneficio del estado llano, habían supuesto un balón de oxígeno para la nobleza, los caciques y la burguesía más anquilosada. Parecería, incluso, que aquel desastre desamortizador hubiera sido la principal fuente de inspiración para al escritor siciliano Tomás de Lampedusa, a la hora de escribir, más de un siglo después, «Il Gattopardo», novela en que insertó la célebre máxima definitoria de siglos de historia: “Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”.


"En aquel frustrado asalto resultaron muertos en torno a 300 soldados carlistas, y varios defensores de la ciudad, incluido el general Juan Bautista Esteller..."
Aquel 5 de marzo de 1838, Madrid parecía la más romántica y bucólica de las capitales de Europa. Y ello, a pesar de que apenas seis meses atrás (el 12 de septiembre de 1837, merced a la contundente victoria que los carlistas obtuvieron el 24 de agosto anterior en Villar de los Navarros), el Pretendiente Don Carlos había llegado con sus tropas a las mismas puertas de la ciudad, y a punto había estado de derrocar a su sobrina, la reina Isabel II, y de proclamarse rey. Porque en aquel 5 de marzo de 1838, España vivía inmersa en el sexto año consecutivo de una cruenta guerra civil (la I Guerra Carlista) que a su finalización –no fue hasta el 6 de julio de 1840, cuando el general carlista Ramón Cabrera depuso las armas en el Maestrazgo y Cataluña, y se exilió en Francia–, dejó no menos de 300.000 muertos y casi el doble número de heridos.

 El motivo de aquella terrible guerra fue la disputa suscitada por la sucesión al trono de España. Por un lado se posicionaron los defensores de la legalidad sucesoria vigente en España a la muerte del rey Fernando VII (acaecida el 29 de septiembre de 1833). Legalidad representada por su hermano, Carlos María Isidro de Borbón (Carlos V), cuyos partidarios recibieron el nombre –por el suyo– de carlistas. Y frente a ellos, quienes proclamaron reina (con el nombre de Isabel II)  a la  hija del difunto rey, en cuya minoría de edad ejerció las responsabilidades del trono, en calidad de regente, su madre María Cristina. De ahí que sus partidarios recibieran los nombres, indistintamente, de isabelinos o cristinos.
       Escudo real carlista

Y fue en aquel contexto de guerra fratricida, en el que las tropas carlistas aragonesas, comandadas por el brigadier Cabañero, (aragonés, de la localidad turolense de Urrea de Gaén), intentaron la conquista de Zaragoza en la madrugada del 5 de marzo de 1838. En aquel frustrado asalto resultaron muertos en torno a 300 soldados carlistas, y varios defensores de la ciudad, incluido el general Juan Bautista Esteller. Cabo de guardia el 5 de marzo, Esteller fue asesinado al día siguiente en Zaragoza, en la plaza de la Constitución –al pie de la placa que honraba la que había sido promulgada en 1837–, por  una multitud enfurecida, que le acusaba (era falso) de haber sido cómplice de los carlistas en su fallida acción.

 Zaragoza recibió por su victoria la inmediata felicitación del general Espartero (quien años después –el 3 de diciembre de 1842–, autoproclamado regente, en lugar de la regente María Cristina, ordenaría un terrible bombardeo contra Barcelona, ciudad de la que llegó a decir, “había que bombardear al menos una vez cada 50 años"), al tiempo que la reina gobernadora, María 
Cristina, otorgaba  a la ciudad el título de «Siempre heroica», y los laureles de la victoria, que aun a día de hoy adornan el escudo de Zaragoza.

 Este año, en que se cumple el redondo centésimo octogésimo aniversario de aquel episodio histórico, hubiera sido una buena oportunidad para tratar de encontrar una alternativa razonable a la fiesta de la Cincomarzada,  y estudiar si deberían permanecer el título y símbolo de la ciudad, a los que antes se hacían referencia, pues fueron otorgados sobre la sangre derramada de aragoneses. Pero, un año más, todo sigue igual.

 La fecha del 5 de marzo de 1838 para Zaragoza ocupa el privilegiado espacio de la Historia, y desde ese prisma historiográfico se debería abordar su estudio e investigación. Elevarla a la categoría de victoria de las libertades frente a la tiranía, sería peor que una posverdad histórica. Sería un error.

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