Luis Negro Marco
Publicado en 1963, «Eichmann en Jerusalén, informe sobre la banalidad del
mal», este libro de la filósofa judía alemana Hannah
Arendt (1906 – 1975), suscitó una gran controversia en la época de su aparición.
En calidad de corresponsal del periódico estadounidense
«The New Yorker»,
Arendt asistió al proceso que, desde abril de 1961, se siguió en Israel contra
el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, máximo responsable de la deportación
de millones de judíos hacia los campos de extermino nazis en la Europa del Este,
durante el III Reich. Al finalizar la II Guerra Mundial, Eichmann logró huir a Argentina,
país en el que se le perdió la pista. No obstante, en mayo de 1960 los servicios
secretos israelíes dieron con su paradero y en una audaz misión lograron sacar
a Eichmann del país americano, trasladándolo a Israel, con el fin de que
compareciese ante el tribunal del Estado hebreo. Acusado por crímenes de
guerra, crimen contra el pueblo Judío y crímenes contra la Humanidad, después
de cuatro meses de proceso, fue condenado a muerte por genocidio, siendo
ejecutado el 31 de mayo de 1962. A
partir de aquel proceso, que la filósofa alemana Hannah Arendt vivió en
directo, surgieron sus reflexiones, las cuales dejó plasmadas, meses después, en el libro
anteriormente citado.
Una de las más descorazonadoras observaciones que
hizo Arendt sobre el criminal de guerra nazi, fue la frialdad y tranquila pasividad que éste mostró a lo
largo de todo el proceso. De este modo, la escritora y filósofa se sorprendió
al constatar que, contrariamente a lo que hubiera sido normal suponer, no
estaba ante la presencia de un monstruo, personalidad a la que solo entonces se
suponía capaz de cometer tales crímenes. Eichmann, por el contrario, se
mostraba como una persona ordinaria, e incluso como un hombre cercano y
sencillo, como si a lo largo de toda su vida hubiera sido incapaz de hacer el
menor daño a nadie. Se limitó a decir que él jamás había profesado odio contra
los judíos, y que no tenía conciencia de haber cometido delito alguno.
Pero lo
más dramático fue la constatación realizada por Arendt de que miles de personas
habían
actuado durante el genocidio judío al igual que él. Criminales
espantosamente normales que no se comportaban como personas perversas ni
sádicas. Fue así como introdujo la idea de “la
banalidad del mal”, la criminalidad administrativa, organizada por
ejecutores burocratizados, a los que ella denominó “criminales de despacho”. La burocracia nazi, en su conjunto, fue
una enorme maquinaria criminal que no se presentaba ante la opinión púbica como
tal. De tal suerte que sus millones de víctimas jamás fueron considerados como
lo que eran, es decir, seres humanos, sino como “paquetes” que había que enviar a su lugar de destino, es decir, a
los campos de la muerte. Fue así como los burócratas y funcionarios nazis, Eichmann incluido, a
pesar de ser los responsables directos de la deportación y muerte de millones
de personas, jamás lo reconocieron. Apelando a la obediencia debida a Hitler, declararon
–orgullosos incluso– que se habían limitado a desempeñar las tareas
administrativas que les habían sido encomendadas: elaborar las listas con los
nombres de los deportados, y establecer los horarios de los trenes en que
habrían de ser trasladados hasta los campos de la muerte.
La filósofa alemana, de origen judío, Hannah Arendt (Linder-Limmer, 1906- Nueva York, 1975) |
La banalidad
del mal entraña una ruptura radical entre las decisiones administrativas
inmorales y contrarias a la ley –que
pasan a ser ejecutadas como un mero trabajo– y la consciencia de sus inhumanas consecuencias. Los burócratas
del mal fueron y son por completo ajenos al sufrimiento que sus decisiones
originan, por tanto no tienen ni sentimiento de culpa, ni remordimiento alguno
sobre su criminal conducta. Bien al contrario, sus protagonistas se muestran
convencidos de la necesidad de sus actos, así como de su propia existencia, cual
mesiánicos salvadores de la sociedad.
Por eso, ahora más que nunca, las democracias
deben actuar de manera inflexible (y no mostrarse encantadas) contra quienes, una vez alcanzados sus puestos
administrativos y de gobierno –fundamentados
en el Estado de Derecho que encarna la soberanía nacional– lo primero
que hacen es traicionar la confianza popular que en ellos ha sido delegada,
actuando en contra de los derechos de quienes no son afines a sus ideas, y contra
las leyes que posibilitan la convivencia y que están recogidas en la
Constitución –sin cuyo cumplimiento, su autoridad queda absolutamente deslegitimada–,
cercenando de este modo las libertades
individuales y generales de las personas, bajo cuya bandera precisamente (la de
la libertad) cínicamente, tratan de ocultar lo que en realidad son: aliens de la democracia, dictadores
enmascarados que supeditan su bien personal y el de su clan tribal, al bien
común.
Esta
podría ser una de tantas definiciones sobre lo que en verdad son los nacionalismos
modernos, por completo ajenos al sentimiento de fraternidad universal proclamado
por el cristianismo, y sobre el que, durante siglos, se forjó la idea de Europa. Bueno será por
ello, recordar ahora las palabras del papa Francisco tras su visita, en 2015, a
los Estados Unidos: “Levantar muros, no
es de cristianos”.
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