España, piel de toro
Luis Negro Marco
Como
una piel de toro extendida. Así definió –a finales del siglo I a. C.– el
geógrafo griego Estrabón, la forma que tiene la Península Ibérica plasmada en
un mapa. De hecho, una de las metáforas más recurrentes de los españoles
durante décadas, fue la de referirse al país como nuestra piel de toro.
Y el toro también como símbolo de la nación; toros
de madera con hechuras de hierro, indultados y últimos supervivientes de los
anuncios en las carreteras españolas, cuyas negras siluetas se recortan contra
el azul del cielo y se alzan, digna y esporádicamente, sobre los tendidos del
ruedo ibérico.
España y la fiesta de los toros, siempre en
medio de controversias entre los propios españoles, y no sólo en los mentideros
y conversas de ahora entre los que están a favor o en contra de la fiesta, sino también en las ideas y las
leyes de siglos ha. Así, el rey Carlos
III, a través de una Real Pragmática, expedida el 9 de noviembre de 1785, ya
prohibía “las fiestas de toros de muerte
en todos los pueblos del Reino”.
Y ello a pesar de que el célebre dramaturgo Nicolás Fernández de
Moratín, había escrito en 1777, a
instancias del príncipe Pignatelli (quizás el
propio Ramón Pignatelli, el ilustrado aragonés que en 1764 había mandado
construir el zaragozano coso taurino de “La Misericordia”) una defensa de la
lidia, titulada “Carta histórica sobre
las fiestas de toros en España”. En ella, Moratín dejó escrito que “aunque algunos reclaman contra esta función
llamándola barbaridad, hoy [año de 1777]
ha llegado a tanto la delicadeza, que parece que se va a hacer una sangría a
una dama, y no a matar de una estocada una fiera tan espantosa”.
Imagen de una corrida, en una plaza de toros de España, a comienzos del siglo XX |
Pero a pesar de tan teatralizada defensa de
Moratín por el sí de las lidias, Carlos
IV publicaba años después, el 10 de febrero de 1805, una Real Cédula por la que,
de nuevo, mandaba prohibir “absolutamente
en todo el Reino, sin excepción, las fiestas de toros y novillos de muerte”.
Esgrimía el monarca que [los toros] eran “poco
conformes a la humanidad que caracteriza a los españoles, causan un perjuicio
al fomento de la ganadería vacuna y caballar y suponen un atraso de la
industria por el desperdicio de tiempo que ocasionan en dias que deben ocupar
los artesanos en sus labores”.
Y, paradojas, de la vida, hubo de ser un rey
extranjero, francés por más señas, el rey José I (hermano de Napoleón Bonaparte)
quien, gran aficionado a la fiesta, restaurase en España el arte del toreo. Y
aun cuando fuera una estudiada medida, para atraerse el favor del pueblo
español, durante la trágica Guerra de la Independencia, el monarca intruso
ordenó que el 25 de julio de 1808 –día de su proclamación en Madrid– quedase
solemnizado con la celebración de dos corridas de toros.
Y ya, en un tiempo mucho más próximo a
nuestros días, en 1923, el artista aragonés Ramón Acín (1888-1936) publicó un
extraordinario libro antitaurino de caricaturas –en pre-orwelliana clave futurista– bajo el
título de “Las corridas de toros en 1970
(estudios para una película cómica)”. Quizás hubiera podido ser esta obra
de Ramón Acín, un buen guión para su buen amigo, el cineasta calandino Luis
Buñuel, o para el mismísimo Orson Wells, gran amante de España y de los
Sanfermines.
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