Filandones y mondongos
Luis
Negro Marco
Hasta hace no muchos años fue costumbre en
los pueblos de Aragón, así como en los del resto de España, hacer la matacía
del cerdo en el corral, y el mondongo, dentro de las casas, al calor de la
cadiera. Esta actividad (que tenía sus puntos álgidos en San Martín –día de su
inicio–, Navidad, y se prolongaba hasta
el final de enero) supuso un hito en el
renacimiento doméstico durante toda la Edad Media, y especialmente en
los momentos de consolidación de las monarquías europeas (con “fueros y huevos”) pues el consumo de
carne de cerdo y sus derivados de manteca y grasa, ricos en calorías, fueron
–durante siglos– parte fundamental de la
dieta de los habitantes de Europa. De
ahí el conocido refrán: “Del cerdo, hasta
los andares”.
Matar el tocino y hacer el mondongo era además
una actividad que promovía la unidad de las familias de los pueblos, porque
todas las de la misma calle o barrio ayudaban en las distintas faenas; al
tiempo que la casa propietaria del animal sacrificado correspondía con un
banquete a sus vecinos, a base de migas de pan, tajadas de lomo y jamón,
chichorretas, y panceta churrascada en las brasas; bocados todos ellos regados
con vino tinto y aguardiente, y acompañados de buen pan de leña, pastas y
tortas de trigo saín, recién salidas del
horno.
Fue así como, en el pasado, algunos de los
mejores banquetes se componían de productos elaborados a partir de la carne del
cerdo: güeñas, morcillas, longanizas, chorizos, carrilleras, fardeles de hígado
adobado con piñones, sal, ajos, aceite y perejil, y por supuesto, jamón,
producto al que, ya desde la Edad Media, se le dedicaron ferias específicas a
finales de Semana Santa, para celebrar el fin de las privaciones de comer carne,
propias de la Cuaresma.
Los banquetes sólo a base de gastronomía
porcina, fueron muy populares en Francia hasta finales del siglo XIX, donde
recibieron el nombre de Baconiques, palabra
derivada de bacon, nombre que hace
siglos se le dio en Francia al cochino, y que ahora usamos como sinónimo de
panceta. Aquellos festines tenían el mismo significado que en Aragón el jueves
lardero (del latín lardum, manteca de cerdo, término derivado a su vez del
griego larós: apetitoso) en el que ha
de haber “longaniza en el puchero”.
Pero la matacía y la actividad doméstica de
hacer el mondongo era también un motivo de celebración (en el que incluso los
más pequeños de la casa estaban aquel día exentos de ir a la escuela) y de confraternización
vecinal. Así, llegada la noche, en torno al calor del hogar, los anfitriones solían
ofrecer a sus vecinos una bota con vino joven de la última cosecha, y una buena
sartenada de magra y tocino blanco, hechas sobre las traudes al calor de las
brasas de cepas de viña. Llegaba entonces el momento del filandón: el tiempo lúdico dedicado a contar cuentos, historias y
leyendas, que se iban hilando, hilvanando –como los puntos en las labores de
ganchillo– junto a viejas canciones que, en algunos casos, solo los más viejos recordaban.
Tradiciones con olor a conserva de longaniza, lomo y costillas, adobadas en
aceite crudo de oliva, en el interior de una tinaja; de artesas conteniendo
barras de pan, envueltas en telas de lino, tejidas en los batanes; memoria de
un tiempo que se fue y que ya no ha de volver.
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