Artículo publicado en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN del día 29 de enero de 2018 |
Luis Negro Marco
Un
escritor romántico del XIX, el francés Paul Gauzence, tras un viaje por España
en 1846, dejó escrito sobre Zaragoza: “Fue
la capital de un reino esforzado y animoso, célebre en Europa por sus fueros y
privilegios”. Plasmadas sus
observaciones sobre las principales ciudades de España en un libro, el erudito informador
recordaba a sus lectores galos que Zaragoza había emergido como ciudad bajo el
consulado de Augusto, sobre los robustos cimientos de la ibérica Salduie. Prueba de la reciedumbre con
que nació la ciudad, el emperador decidió enviar a ella, para que fueran sus
primeros moradores, a los veteranos de cuatro de sus legiones, consagrándola
para la posteridad con la majestad de su nombre: Cesarea Augusta. El César otorgó además a Zaragoza el título de Colonia immunis (exenta de impuestos de
guerra), y mandó edificar en ella (además del foro, teatro, puerto fluvial y
baños púbicos), sendos templos consagrados a las diosas Fortuna y Flora, y un
circo, cuyas subterráneas ruinas aún no han sido descubiertas. Asimismo, y como
ocurría en todas las ciudades romanas, el perímetro de la Zaragoza imperial
pasó a estar rodeada por una formidable muralla, aún visible en distintos
puntos de la ciudad, y protegida por fuertes instalados en sus cuatro puntos
cardinales.
Más tarde, a partir del siglo VII, en época
visigoda, Zaragoza llegaría a ser conocida como la ciudad de “los Innumerables mártires”, en recuerdo
a los 17 cristianos que habrían sufrido allí martirio –junto a San Lamberto y
Santa Engracia– a comienzos del siglo IV. Habrían ocurrido aquellos trágicos
sucesos durante el reinado del emperador Diocleciano, quien destinó a Zaragoza
al prefecto Daciano, con el cometido de que llevara a cabo la persecución, de
la que también fueron víctimas el obispo de Zaragoza, San Valero, y su diácono
San Vicente. Ambos fueron conducidos hasta Valencia, donde el segundo fue
martirizado hasta la muerte, y San Valero condenado al destierro, a un pueblo que no excediese de veinte casas.
En 1615, un
canónigo de La Seo, Martín Carrillo, escribía en su “Historia del glorioso San Valero, obispo de la ciudad de Zaragoza”,
cómo aquel ilustre prelado, uno de los hombres más sabios de su tiempo, pasó
por la localidad turolense de Castelnou, hasta llegar a su postrer lugar de
destierro, una pequeña aldea que el autor llama Aneto de los Pirineos (posiblemente un lugar próximo a Barbastro), donde
edificó una iglesia en honor a San Vicente, al saber de su martirio. “Y lo demás de la vida de San Valero fue
ayuno. Hasta el 315, año en que murió”.
En
el año 1171, el rey Alfonso II pidió al obispo de Roda de Isábena, Guillén
Pérez, que le donase las reliquias del cráneo de de San Valero, en cuya
catedral –junto con otros de San Lorenzo– se veneraban. De este modo, además de un brazo del santo prelado aragonés (que ya
había reclamado Alfonso I tras la conquista de la ciudad en el año 1118), las reliquias de San Valero llegaron
a Zaragoza. Dos siglos más tarde, otro ilustre pontífice zaragozano (nació en
la localidad de Illueca, en el año 1328), el papa Benedicto XIII de Avignon –conocido como el papa Luna–, dispuso que se labrara para la catedral de La Seo
de Zaragoza una obra de arte excepcional: un busto relicario, en piedras
preciosas y plata, en el que actualmente se conservan las reliquias de San Valero,
cuyo idealizado rostro quizás sea en realidad el de quien hizo su encargo, Pedro Martínez de Luna.
Fue así como San
Valero devino en patrón de Zaragoza, cuya celebración (29 de enero) coincide
con la del día de su muerte del año 315.
En cuanto a la vinculación de San Valero con el roscón (San Valero, rosconero, ventolero), ésta
puede venir de muy antiguo –quizás incluso desde el siglo XII, pocos años
después de reconquistada la ciudad a los musulmanes– Y estar vinculada, tanto
al roscón de Reyes, como al roscón que también es costumbre degustar, el 3 de
febrero, por San Blas. Y asimismo, es muy probable que esta tradición esté
vinculada con las fiestas Saturnalias
de la antigua Roma, en que el gustoso roscón emulaba ser una corona, la cual pasaría
a ceñir la cabeza de quien encontrara el haba que el artesano pastelero había
escondido en su interior. Por lo demás, está claro que el carácter de inversión
de roles sociales, sátira y farsa que impregnaban las fiestas Saturnalia de
Roma entroncan directamente con el Carnaval (gastronomía y repostería
específicas incluidas), cuyas fechas de celebración anticipa en algunas semanas la de San Valero.
Por lo demás, hay que
tener en cuenta que en siglos anteriores, la ciudad de Zaragoza fue la ciudad
española con más prestigio y tradición en la fabricación rosconera. Así lo
atestiguaba, ya en 1790, el «Diario
de Madrid»
que en su edición del 5 de agosto publicaba el
siguiente anuncio: “Los roscones
legítimos de San Blas de Zaragoza, se distinguen
de los comunes en que el suelo del roscón de Zaragoza no lleva papel, pues tiene
el suelo como el pan. Se venden a un real en esta villa en la tahona del
Aragonés, maestro fabricante natural de la misma ciudad, donde ejerció con
mucho crédito la fabricación de dicho género”. Asimismo, en 1830 el «Diario
de Avisos de Madrid» seguía
publicando anuncios de venta de los “verdaderos
roscones de Zaragoza, de exquisita calidad, para tomar con chocolate”. Para
aquel año el precio se había duplicado, llegando a los dos reales, y a real y
medio “los roscones más chicos”.
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