Alfonso I el Batallador, un rey de leyenda
Luis Negro Marco / Historiador y periodista
Alfonso I, hijo segundo de Sancho Ramírez y
Felicia de Roucy, sucedió en el trono a su hermano Pedro I de Aragón en 1104.
Cinco años después, seguramente en septiembre de 1109 (“por el tiempo de las vendimias”, según la Crónica de Sahagún) Alfonso
I contrajo matrimonio con Doña Urraca (1081-1126), hija y heredera de Alfonso
VI de Castilla. A la muerte de éste, el mismo año de la boda de su hija,
parecía que la unión de los reinos de España iba a ser –en palabras del
historiador Ramón Menéndez Pidal– “gloriosa
y definitiva tres siglos antes de los Reyes Católicos”. Y de hecho, tanto
la reina Urraca de Castilla, como Alfonso I el Batallador tomaron los títulos
de Totius Hispaniae Imperatrix y Totius Hispaniae Rex.
Detalle de la estatua dedicada a Alfonso I el Batallador en el Parque Grande de Zaragoza.- Foto: ÁNGEL DE CASTRO |
Mas, habiéndole sido tan hostil el reino de
Castilla, Alfonso I se centró en Aragón y el noreste peninsular, y tras la toma
de Zaragoza, el 18 de diciembre de 1118, logró la conquista de otras importantes
ciudades de la cuenca del Ebro, tales como Tudela, Tarazona, Borja, y Épila,
entre otras.
Al mismo tiempo, los almorávides trataron de
recuperar Zaragoza, pero el aragonés los derrotó en la batalla de Cutanda (17
de junio de 1120), y animado con esta extraordinaria victoria, logró la
conquista de Calatayud y Daroca, avanzando por los valles del Jalón y del
Jiloca hasta Cella, en 1128, a tan solo una docena de kilómetros de Teruel. Y de allí continuó su avance hacia Valencia,
Murcia y Andalucía, llamado por los mozárabes (cristianos en tierras de moros)
de aquellos lares, a quienes el rey eximió de tributos y les otorgó jueces
propios.
Alfonso I murió el 7 de
septiembre de 1134, en la localidad oscense de Poleñino, a causa de las heridas
que había sufrido pocos días antes, en su infructuoso intento por conquistar la
ciudad de Fraga. En su sorprendente testamento, quien a sí mismo se había
considerado emperador, renunciaba a tal idea, e inspirado por el espíritu de
cruzada que le había acompañado en todas sus batallas, legó su reino a las
Órdenes Militares del Santo Sepulcro, que combatían en Tierra Santa. Pero ante tan
insólito deseo, los nobles aragoneses se reunieron de urgencia en Jaca, tomando
la decisión de no cumplir con la última voluntad del rey de Aragón,
y coronar a su hermano, quien unció la corona real con el nombre de Ramiro II
el Monje.
Los treinta años de reinado del
Batallador habían sido un continuo combate, pero por su labor reconquistadora y
repobladora, así como por su visión unificadora con los otros reinos
peninsulares de Castilla, León e incluso la Galicia del arzobispo compostelano Diego
Gelmírez, bien podría ser considerado como un rey avanzado en la unificación de
los reinos hispanos, y el pilar fundamental del reino de Aragón en su futura
expansión por el Mediterráneo.
Y también en el lado de la leyenda Alfonso I combatió, ya que las
extraordinarias hazañas del Batallador dieron origen a una serie de sagas que le
suponían cruzado en Palestina, ganando numerosas batallas a los infieles.
Bula de
santa cruzada
Previamente a la conquista de Zaragoza,
Alfonso I ya había obtenido una importante victoria en Valtierra –Navarra– el
24 de enero de 1110, sobre las tropas del rey de la taifa de Saraqusta,
Al-Mostain, quien murió en el transcurso de aquella contienda. Deceso que
aprovecharon los belicosos almorávides (gentes de los morabitos) llegados del
norte de África, bajo el mando del emir Alí Ibn Yusuf, para ocupar la ciudad de
La Aljafería.
De manera que, desde aquel momento, la
conquista de Madina Albaida Saraqusta se convirtió en objetivo principal del
rey aragonés, procurando los recursos y tropas que le permitieron iniciar los
primeros asedios a la ciudad en 1116.
Dos años
después, en febrero de 1118 la ciudad francesa de Toulouse acogía un concilio convocado
por el papa Gelasio II, que contó con la
presencia –entre otros prelados– de los arzobispos de Arlés y Auch y los
obispos de Pamplona, Bayona y Barbastro. Dicho concilio elevó a la categoría
de cruzada la empresa de la reconquista de Zaragoza, que se hallaba bajo
dominio musulmán. Una decisión que fue muy bien recibida en el Mediodía francés,
por cuanto buena parte de su nobleza había estado presente en la Primera
Cruzada (1096-1099) a Tierra Santa. La bula de santa cruzada, fue por tanto un
hecho decisivo para la movilización de los caballeros y señores de los condados
más importantes del sur de Francia, en apoyo de la empresa de Alfonso I. Fue el
caso de Gastón IV de Bearne, de Céntulo II de Bigorre, de Bernard Aton IV,
vizconde de Carcasona, o de Auger III,
vizconde de Miramont. Personajes, muchos de ellos, que ya habían estado en
Tierra Santa como cruzados y que ahora se preparaban para la conquista de
Zaragoza junto a otros destacados personajes del clero, como Guy de Lons,
obispo de la ciudad francesa de Lescar (personaje éste que también estaría presente,
junto al Batallador y sus tropas aragonesas, en la fallida conquista de Fraga, en
1134), o Guillermo Gastón, obispo de Pamplona, quien participó en la
reconquista de Zaragoza como jefe de las
huestes de Navarra.
Por otro
lado, “Deus lo vult”, el grito de
ánimo y aclamación –en latín vulgar– de la Primera Cruzada, declarada por el
Papa Urbano II en 1095, dio origen al nombre de Juslibol, actual barrio rural
de Zaragoza, cuyo castillo, junto al próximo de Miranda, fueron algunos de los
emplazamientos más importantes de las tropas cristianas en la conquista de Saraqusta.
La
importante ayuda francesa
Las
tropas franceses (lo cronistas musulmanes elevaron hasta 50.000 el número de
soldados francos que
sitiaron Saraqusta) es muy probable que se presentaran ante las murallas de la
ciudad incluso antes que las propias huestes de Alfonso I, desempeñando un
papel fundamental en su conquista, hasta el punto de que el Batallador habría
confiado a Gastón de Bearne (1090-1131) –debido a su anterior experiencia con
las máquinas de asedio en Jerusalén– la
construcción y dirección de las torres de madera y de las catapultas que
habrían de ser utilizadas en el asalto a la ciudad.
Finalmente, en el
último momento, la hambruna obligó a los musulmanes a rendir Zaragoza el 18 de
diciembre de 1118. Tras la victoria cristiana, y según el cronista Ibn- al-Kardabus,
50.000 musulmanes se vieron obligados a abandonar Saraqusta, entonces una de
las grandes ciudades de Al-Ándalus, quizás solamente superada por Toledo,
Sevilla y Córdoba. Zaragoza volvía a ser cristiana, y en agradecimiento a la
ayuda que había recibido de los francos, Alfonso I concedió el señorío de la
ciudad a Gastón de Bearne, cuyo cuerpo decapitado habría sido enterrado siglos
después en la Basílica del Pilar de Zaragoza, figurando como leyenda que lo
estuvo donde los fieles pisan ahora para venerar la columna del Pilar. Asimismo
el museo pilarista conserva el que fue su olifante de caza, bellamente labrado
en marfil, y en el que entre otras figuras de animales fantásticos y reales,
aparece también el león, símbolo de la ciudad de Zaragoza.
Zaragoza tras la
conquista
El comportamiento del monarca aragonés tras la
capitulación de la ciudad, el 18 de diciembre de 1118, fue generoso para los
musulmanes, prevaleciendo, como reconoció el cronista Ibn-al-Kardabus, “la caballerosidad del rey para con los
vencidos”.
Una de las primeras medidas del monarca fue
favorecer al estado eclesiástico que
tanto le había ayudado en la conquista de la ciudad. De manera que el 4 de
octubre de 1121 la mezquita principal de la ciudad pasaba oficialmente a ser
Iglesia Episcopal, bajo la advocación de San Salvador, actual catedral de La
Seo de Zaragoza, siendo su primer obispo Don Pedro de Librana, confirmado por
el papa Gelasio II. Durante el dominio musulmán, en Saraqusta hubo muchos
cristianos, quienes gozaron de libertad religiosa, permitiéndoseles el culto en
un templo de la urbe que ya estaba dedicado a la advocación de Nuestra Señora
del Pilar.
Anverso y reverso de una moneda: "Dinero jaqués", acuñada por el rey Alfonso I el Batallador. Esta moneda se acuñó en Aragón hasta 1728. |
Por otro lado, con la finalidad de atraer
gentes venidas de fuera, Alfonso I otorgó grandes libertades y privilegios a la
ciudad de Zaragoza; entre ellos el del derecho de Justicia propia, extraordinariamente
novedoso en aquellos tiempos, por el cual el Consejo de la ciudad gozaba del
derecho a elegir a un determinado número de síndicos, cuya finalidad era
proteger a la población de posibles abusos de las autoridades. Asimismo se
contemplaba la existencia de un magistrado (anterior a la figura del Justicia
de Aragón, que nació a
finales del siglo XII e inicios del XIII), acreditado de
dignidad y autoridad para actuar ante el rey en defensa de las leyes, cargo que
en aquella época correspondió a Pedro Jiménez, quien lo desempeñó hasta el año 1123.
El
monumento al Batallador
La imagen
más conocida de Alfonso I es la de su colosal escultura (6,50 metros de su
estatua, elevada sobre un pedestal de 8,50 metros) situada en el Cabezo de
Buenavista, presidiendo el paseo central del Parque Grande de Zaragoza, la cual
fue realizada en mármol de Carrara y granito por el artista zaragozano José
Bueno Gimeno (1884-1957).
El monumento al Batallador
fue promovido en 1918 por la Junta encargada de los actos conmemorativos del octingentésimo
aniversario de la reconquista de Zaragoza. El hermoso monumento data del año
1923, y fue realizado después de que el jurado constituido al efecto hubiese rechazado
un primer boceto de José Bueno, en el que proponía una escultura ecuestre del
Batallador. En cuanto al león de bronce –símbolo de la ciudad de Zaragoza– que
figura a los pies de este monumento, el metálico felino fue colocado allí cuatro
años después, en 1927, obra del comandante segoviano de infantería Virgilio
Garrán Rico (1897-1955), la cual fue fundida en los talleres Averly de Zaragoza.
Las armas del rey
En su
estatua del Parque Grande, el rey Alfonso I aparece con los brazos reposando sobre
su espada, cuyo pomo llega hasta la altura de su hombro izquierdo. Un arma que
sería un buen ejemplo de los tipos de aceros empleados por los caballeros en la
Edad Media, durante los siglos XI y XII, caso de Guillermo el Conquistador de
Inglaterra, los émulos del caballero Roldán (quien también había puesto sitio a
Zaragoza en el año 778), o los primeros cruzados.
Solían ser
aquellas espadas de doble filo con una acanaladura longitudinal en el centro, la
cual aligeraba su peso sin poner en peligro su rigidez. La empuñadura era de
madera, de cuerno o de hueso, recubierta de cuero o de cuerda para facilitar el
agarre; remataban en un pomo redondo, que contribuía al equilibrio del arma, y que en ocasiones podía
hasta contener reliquias de algún santo, las cuales tenían la función de
proteger en la batalla a quien las poseía y atraer el apoyo celestial para la
victoria final. Además cabe también tener en cuenta que en tiempos de la reconquista
de Zaragoza, las espadas eran utilizadas en la guerra más como armas de corte
que de estoque, y estaban tan bien amoladas que podían cortar de un tajo el
tronco de un enemigo, o incluso el de su caballo.
Los especialistas
en el arte de la forja han calculado que
serían precisas, al menos, 200 horas para fabricar una de estas espadas, por lo
que eran también un signo de distinción. Razón por la cual los más insignes
caballeros daban un nombre a sus aceros, al igual que a sus caballos. Así, Durendal,
fue la espada del caballero Roldán, al
igual que Colada la del Cid Campeador, y Babieca, el nombre de su
caballo.
En cuanto a
la cota de malla, que también luce en su estatua del Parque Grande Alfonso I,
se calcula que este tipo de protección podría constar de hasta 200.000 anillas
entrelazadas de hierro, siendo sin embargo su peso relativamente ligero, entre
los 12 y los 15 kilos. Asimismo, el capacete de malla, superpuesto al casco,
para proteger la cabeza y el cuello, fue una pieza novedosa en el armamento
caballeresco generalizada durante los siglos XI y XII.
Y cabría
finalmente destacar que fue precisamente
en torno a las fechas de la conquista de Zaragoza, cuando los caballeros
empezaron a superponer a su cota de malla otra de armas (llamada sobreveste)
decorada con sus distintivos y emblemas heráldicos, la cual servía para
reconocer al guerrero entre los demás caballeros durante la batalla.
Zaragoza y el león de
su escudo
El león (rampante
coronado en oro, sobre campo de gules) que figura en el escudo de la capital
aragonesa, tiene cierta relación con Alfonso I. Porque muy probablemente se
debe a su hijastro, el rey Alfonso VII de León y II de Castilla, llamado
también Alfonso el Emperador (1105-1157), hijo del conde Raimundo de Borgoña y
de Doña Urraca, esposa en segundas nupcias del rey Alfonso I el Batallador.
Zaragoza habría
incorporado el león a sus documentos municipales ya el año 1134 –un año antes
de que Alfonso VII tomara el título de Emperador
de España– posiblemente a partir de uno de sus sellos (signum regis) que servían como instrumento de validación de los
privilegios reales, que eran los documentos más solemnes emitidos por las
cancillerías regias durante la Edad Media.
Por otro lado, la
vinculación de Zaragoza con la figura del león, es claramente palpable en la
ciudad, como se puede apreciar en los cuatro leones fundidos en bronce que
flanquean el Puente de Piedra (dos en cada extremo), realizados en 1991 por el
escultor turolense Francisco Rallo (1924-2007), en sustitución de los
antiguamente existentes en piedra.
Y asimismo, Zaragoza
también tiene relación directa con los dos leones que flanquean la entrada al
Congreso de los Diputados, en Madrid, pues son obra del escultor zaragozano
Ponciano Ponzano (1813-1877), quien los realizó con el bronce fundido de los
cañones que el ejército español arrebató a las tropas de Muley-el-Abbás, en
Marruecos, tras la victoria de Wad-Ras (23 de marzo de 1860), durante la Guerra
de África. Los leones del Congreso de los Diputados fueron colocados en su
actual emplazamiento en 1872.
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