lunes, 19 de octubre de 2015

Historia antigua e ideología contemporánea

Inauguró el Imperio de Roma, y culminó la conquista de Hispania

Luis Negro Marco / El Palomar de Oliete
El emperador Octavio, posteriormente llamado Cayo Julio César Octaviano, nació en Roma, en el 63 a. C. y murió en Nola (en la región italiana de Campania) en el año 14 de nuestra Era. Hijo adoptivo de Julio César (asesinado por Bruto, su otro  hijo adoptivo, en los idus de marzo del 44 a. C.) Augusto llegó raudo y veloz a, tras conocer la muerte de su padre, para reclamar su herencia, es decir, el Poder de Roma. Pero ante la perspectiva de que eran más los pretendientes a acceder a aquella prerrogativa (Lépido y Marco Antonio), Octavio se conformó –en primera instancia– con administrarla mediante un triunvirato, junto a ellos.

 Sin embargo, después Octavio lo meditó mejor y se dio cuenta de que él solo se bastaba y sobraba para formar un triunvirato y adiestró magistralmente a sus legiones en las artes de la guerra. Primeramente derrotó a Lépido (a quien arrebató Sicilia) y después a Marco Antonio, enamorado para entonces de Cleopatra, la reina de Egipto, a quienes venció en el año 31 a. C. en la batalla naval de Actio. Los Ludi Actiaci, que se celebraban cada cuatro años, el día 2 de septiembre, conmemorarían en lo sucesivo aquella victoria.

 Derrotados sus oponentes, Octavio quedaba dueño absoluto de los inmensos territorios bañados por el Mediterráneo (por eso los antiguos romanos lo llamaron Mare Nostrum) que estaban bajo el control de Roma. ¿Todos? No. En Hispania, en el año 29 a. C. dos irreductibles tribus iberas (cántabros y astures), resistían heroicamente ante la invasión. El arqueólogo alemán Adolf Schulten (1870-1960) en su libro “Los cántabros y astures y su guerra con Roma”, definió a aquellas luchas como «una de las muchas guerras de independencia que han sostenido pueblos pequeños para defender su libertad contra una nación prepotente». Sin embargo, en el 19 a. C. Roma consiguió someterlas y completó la conquista de Hispania.

  Para entonces hacía ya ocho años que como Príncipe del Senado (el primero de los senadores y ciudadanos) Octavio había apremiado a esta Institución para que le concediera el sobrenombre de Augusto (título honorífico, del latín augere, engrandecer) y a partir de entonces su nombre personal incluyó los de  Imperator, Caesar (de donde provienen las palabras zar y káiser) y Augustus, reuniendo en él todos los poderes de Roma.

 Proclamado también Padre de la Patria, las Ludi augustales (fiestas que tenían como objetivo el ensalzamiento de la figura del emperador,  y que se desarrollaban entre el 5 y el 12 de octubre) se prodigaban en certámenes filarmónicos y ejercicios gimnásticos. Unas manifestaciones, si se aprecia, que –convenientemente asimiladas por sus respectivos dictadores- fueron «trending topic» casi dos mil años después, en la Alemania hitleriana, la Rusia estalinista, o la China de Mao.

Vista aérea del Teatro romano de Zaragoza en la fase final de las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en el monumento. Noviembre de 2002.- Foto: Luis Negro Marco
Pero volvamos a la Hispania romana de Augusto, que el emperador dividió en tres grandes provincias: La «Bética», con capital en Córdoba; la «Lusitania», con capital en Emérita augusta –Mérida- ; y la principal: la «Tarraconensis», con capital en Tarraco          –Tarragona–  en la que quedaban incluidas, entre otras más, las actuales comunidades de Aragón, Galia, País Vasco, Baleares y Cataluña. Empezaron a proliferar a partir de entonces en la Península las grandes redes viarias, con el objetivo de comunicar los centros de población más importantes, pero también para transportar hasta Roma ingentes toneladas de plata y oro procedentes de las minas que los romanos abrieron en Hispania, y cuya explotación costó la vida a miles de trabajadores esclavos.  

 Pero fue también bajo Augusto cuando comenzó en Hispania el verdadero proceso de romanización, perfeccionándose la agricultura, con la introducción del arado romano, y la generalización del idioma del Imperio: el latín, de donde provienen todas las lenguas romances incluidas, por supuesto, el castellano, el aragonés, el gallego y el catalán.  Asimismo la Zaragoza actual debe su nombre al de la Caesaraugusta romana que habría sido fundada el año 14 a. C. en honor del emperador. Los museos de las termas, el del puerto fluvial, el del foro y del teatro romano de la ciudad,  son muestra palpable de aquel pasado del que procedemos, y como nosotros, miles de ciudades, y la práctica totalidad de naciones que hoy integran la Unión Europea.

 De manera que, efectivamente, Augusto acabó con cinco siglos de República en Roma, instituyendo en el año 27 un imperio del que históricamente somos herederos, y en muchos más aspectos de nuestra vida (cultura, política, lengua, administración, urbanismo, o derecho) de los que podamos imaginar. Por eso, puestos a reivindicar nacionalidades, por qué no unirnos a las palabras de Ángel Ganivet, considerado el padre de «la Generación del 98», quien en uno de sus libros dejó escrito: “Si usted quiere reconstruir, por ejemplo, a Cataluña, Aragón, Valencia, Murcia y Andalucía alta y baja, yo pediré que se vaya más lejos y que tengamos Tarraconense, Cartaginense y Bética. Y si se me dice que esto es absurdo, yo demostraré que mi plan es absurdo como cuatro, y el de usted como dos”.

Y todo,  por ese imperialista de Augusto. 

lunes, 12 de octubre de 2015

El templo y la imagen de la Virgen del Pilar

Las dimensiones de la basílica guardan semejanza con las del Arca de Noé
Luis Negro Marco / Griébal

De acuerdo a la tradición pilarista, la Virgen María, cuando todavía vivía en Jerusalén, vino a Zaragoza para consolar y animar al Apóstol Santiago, abatido por los escasos frutos de su evangelización en Hispania. Continúa la tradición argumentando que María trajo consigo la columna o pilar, sobre la que habría pedido al Apóstol que edificase el que habría de ser primer templo mariano de la Cristiandad. Unos hechos que, según dejó escrito en 1680 el canónigo Félix Amada en su «Compendio de los milagros de Nuestra Señora del Pilar»  habría tenido lugar en Zaragoza, y a orillas del Ebro, el 2 de enero del año 40 de nuestra Era, día en que a partir de entonces se celebra  la fiesta de la Venida de la Virgen.

 La primera capilla del Pilar habría sido erigida por el Apóstol Santiago  con la ayuda de ángeles y de sus siete primeros discípulos hispanos. Asimismo, la devoción mariana manifiesta que el pilar (la columna de jaspe) que se venera en la Basílica del Pilar, marca el lugar exacto del encuentro de María con Santiago a orillas del Ebro.

 Ya para el siglo IX, está también acreditada la existencia en Zaragoza de una iglesia bajo la advocación de “Santa María”, la cual (tras la conquista de la ciudad musulmana por Alfonso I el Batallador en 1118) fue sustituida por otra, erigida en estilo románico. Las posteriores reformas acometidas posteriormente, a comienzos del siglo XVI, confirieron al templo un nuevo aspecto que es el que plasmó Juan Bautista del Mazo, en 1647,  en el cuadro «Vista de Zaragoza».

 El templo actual del Pilar empezó a erigirse en 1681 bajo la dirección del arquitecto Felipe Sánchez y Herrera. En 1718 se terminaron las naves y se colocó el retablo mayor y el coro. Posteriormente, bajo el reinado de Fernando VI (1713-1759) se designó como arquitecto del Pilar a Ventura Rodríguez (1717-1785) quien modificó los proyectos diseñados por su antecesor. A él se debe la construcción de la Santa Capilla y la remodelación de la estructura exterior, con cúpulas añadidas a la central, que según los primeros planos proyectados iba a ser la única. En cuanto a las cuatro torres exteriores, no se terminaron hasta mediados del siglo XX.

La Basílica del Pilar asemeja a un gran arca de la fe que navega en las quietas aguas del Ebro.
- Foto: Luis Negro Marco / 2015
Otra curiosidad del santuario del Pilar, y que destacaron ya algunos historiados a lo largo del siglo XIX, es la similitud existente entre las dimensiones bíblicas del Arca de Noé (124 metros de largo, por 20 metros de ancho y 12, 5 metros de alto) y las del Pilar de Zaragoza, descontada naturalmente la altura de sus torres. Un hecho que tampoco debería sorprender por cuanto quizás se hubiese pretendido con ello, ejemplificar al Pilar (edificado a orillas del Ebro) con una nave de salvación (como lo fue el Arca) para las almas que aceptaran el mensaje de Cristo, invocando la intercesión de la Virgen María.

 Ya en junio de 1948, durante la prelatura del arzobispo Rigoberto Domenech, el papa Pío XII concedió al Pilar el título de «Basílica», con rango de «Hermana Menor»  de la de San Pedro, en Roma. Siguiendo al que fuera canónigo y archivero metropolitano del Arzobispado de Zaragoza, Tomás Domingo Pérez (1928-2012), las basílicas fueron edificios civiles muy comunes durante la Roma Imperial, sirviendo conjuntamente de tribunal, bolsa y mercado. De la fusión de algunos de sus elementos con otros propios de las «Domus ecclesiae» cristianas (casas privadas romanas adaptadas al culto), surgieron –en tiempos del emperador Constantino (272-337 d. C.)– las basílicas cristianas insignes («Mirae pulchritudines»). A ellas se les añadió un carácter jurídico, que tenía cono objetivo último el de vincular con Roma a los cuatro Patriarcados de la Iglesia: el de Occidente, Constantinopla, Alejandría y Antioquía.

 En cuanto a la imagen de la Virgen, fijada a la «Santa Columna», se trata de una talla en madera, de una sola pieza, y de 36 centímetros de altura, realizada de acuerdo a los cánones artísticos característicos del siglo XV. La anterior imagen de la Virgen que hubiera podido existir, habría desaparecido a causa del incendio que sufrió el templo en el año 1435.

 Fue en 1990 cuando el Cabildo metropolitano, en calidad de custodio de la escultura, decidió su restauración, encomendando el trabajo al Instituto de Patrimonio Histórico Español (IPHE), bajo la dirección de la doctora Ana Carrassón López de Letona. Algunas de las conclusiones a las que llegó la investigadora, una vez finalizado su estudio, fueron que la imagen estuvo exenta de policromía, excepto en el rostro y manos de la Virgen y el cuerpo del Niño; y que el resto de la imagen estaba por completo recubierto de oro de 24 quilates. La Virgen aparece representada como Reina y Madre, coronada, y con vestido real. El Niño Jesús se representa sentado sobre la mano derecha de su madre, y rodeado por su brazo izquierdo, sosteniendo un ave- quizás una paloma- que simbolizaría  bien su divinidad, bien el alma humana, terrenal y divina a la vez. De hecho la palabra columbario es idéntica a la empleada durante el Imperio de Roma, derivada del latín: “columbus” –paloma–, simbolizando al alma que, tras la muerte terrenal, vuela hacia el cielo.

 La tradición de vestir a la Virgen con mantos pudo tener su origen ya a finales del siglo XVII, coincidiendo con la construcción de una balaustrada de plata que delimitaba el espacio de la columna con la Virgen. En un primer momento, se cree que los mantos cubrieron la imagen desde el pecho, y más tarde, se instituyó la tradición ahora vigente, de ornamentar a la Virgen con  mantos que cubren solo la parte alta de la columna, pudiendo contemplar los fieles la imagen de María en su totalidad.

 Por último, la vinculación de la tradición pilarista con la tradición jacobea, constituyó, durante siglos, el eje fundamental en torno al que se artículo la Monarquía hispana, y en buena medida, nació el concepto de Europa. Patrona de España –y por tanto el de su celebración, 12 de octubre, día de la fiesta nacional–, la Virgen del Pilar recibió el título de «Reina de la Hispanidad», por el papa Juan Pablo II, y su imagen, y nombre “maño”: «La Pilarica», asociados con  Zaragoza y Aragón, dotan de identidad y proyección internacional a la tierra aragonesa.


domingo, 11 de octubre de 2015

Nacionalismo y ciudadanía

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel

Un ciudadano español lo es, por definición, del resto de autonomías del Estado

Luis Negro Marco 

«Las aventuras del buen soldado Svejk»  es el título de una divertida novela en la que el escritor checo Jaroslav Hasêk (1883-1923), describe las innumerables hazañas y quijotescas aventuras que protagoniza un soldado checo en los albores de la I Guerra Mundial. En un momento de la novela, un superior de las tropas del Emperador alecciona con estas palabras a su compañía: “Soldados: sabed que en el ejército un oficial es un ser necesario, mientras que vosotros sois seres accidentales”. Una frase que tanto recuerda a otra muy célebre de la película «Amanece que no es poco» (1989) de la que José Luis Cuerda fue guionista y director. En un momento de la cinta, un vecino del imaginario pueblo del interior de España en el que se desarrolla la trama, aclama: “Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario”.

  Y esto viene a cuenta del –casi con toda probabilidad– lapsus freudiano, de Artur Mas, presidente en funciones de la Generalitat de Cataluña, (es decir el presidente de todos los ciudadanos catalanes) cuando expresó que la victoria de su coalición   –la de «Junts pel sí»– en las elecciones autonómicas del pasado 27 de septiembre, significaba que había ganado Cataluña. Parecería como si en su subconsciente, aquellas elecciones hubiesen sido más que un plebiscito, el desarrollo de una epopeya en torno a «El malestar en la cultura». Título de la obra publicada en 1930 por Sigmund Freud, en la que exponía su teoría de la existencia en la mente humana de una batalla eterna entre Eros y Tánatos

 Pero a más, a más, asociar una Comunidad autónoma con el programa de un determinado partido político, significaría a sus vez la existencia de un imaginario en aquel, según el cual, la sociedad estaría integrada por una “ciudadanía necesaria” (la que  vota y siente de acuerdo a sus postulados) y otra “ciudadanía contingente”, es decir, no necesaria o prescindible, aquella que no le es fiel en las urnas ni comulga con  su ideario. Lo cual es una estridencia (palabra ésta, por cierto que no existía en castellano –sí estridente, para significar el sonido chirriante y desapacible–, y que fue inventada por el político catalán Francesc Cambó para referirse, precisamente a las exageraciones separatistas).

 Pero es que además, el nacionalismo catalán, a pesar del malestar que pueda  causarle España, tampoco ha conseguido aglutinar siquiera a la mitad de los votantes en las pasadas elecciones, y separadamente, sus dos partidos más señeros (convergentes y republicanos) han descendido considerablemente, respecto a sus resultados en las de hace tres años. De manera que –y ésta sería una muestra más de la españolidad de la política catalana– se cumpliría aquí la máxima del periodista zaragozano Mariano de Cavia (1855-1920), según la cual “en España, los políticos adelantan en su carrera a fuerza de fracasos”.

 El historiador británico Eric Hobswan, dejó escrito en su libro «La invención de la tradición» (1983) que fue a partir del último tercio del siglo XIX cuando la palabra política adquirió un sentido a escala nacional, significando que la sociedad civil y el Estado eran conceptos cada más indisociables. De este modo, la estandarización del derecho, la educación estatal, y los servicios sociales, acabaron por transformar a las gentes en ciudadanos de un país específico.

 Retrocediendo en la Historia de España, el 11 de febrero de 1873 era proclama la I República, en virtud de la cual la forma de gobierno de la nación española pasaba a ser la de una República democrática federal, pero que duró menos de un año, ya que fue abatida mediante un golpe de Estado, el 3 de enero de 1874, protagonizado por el general Manuel Pavía. El político barcelonés Francisco Pi y Margall (1824-1901) que había sido el primer presidente de aquel gobierno, pasó entonces a dirigir el partido Republicano federal, con sede en Madrid. En virtud de su carácter federativo, dicho partido celebró durante años numerosas asambleas de representantes de las diferentes regiones de España, en una de las cuales –que tuvo lugar en Zaragoza en el año 1883– se redactó un «proyecto de Constitución republicana federal». Para entonces la vigente en España había sido promulgada en junio de 1876, bajo la presidencia de Cánovas del Castillo (1828-1897), hasta que fue derogada por el general  Miguel Primo de Rivera, tras su golpe de Estado, en septiembre de 1923.

 Volviendo a Pi y Margall, es bueno recordar que fue el autor, entre otras obras de «Las Nacionalidades», obra en la que propugnaba, como regla general para la organización de las nacionalidades, el sistema federativo. Y el actual Estado de las Autonomías en España, legislado en la Constitución de 1978, bien podría ser considerado, en la práctica, federal. De ahí que partiendo de este hecho, el camino que verdaderamente convendría ahora recorrer no sería el de la disgregación, sino justamente el  contrario: el de la unidad. Y es que un Estado no puede ser estático, sino dinámico e interactivo territorialmente, pues es cuando se alzan barreras administrativas, culturales, educativas, lingüísticas, o de cualquier otra índole –como de hecho está sucediendo ahora en España– cuando se ahonda en el distanciamiento.

 A día de hoy, cualquier ciudadano español lo es asimismo –y de acuerdo a los fundamentos de la Constitución española– del resto de Autonomías del Estado, independientemente de su lugar de nacimiento. Se trata por lo tanto de un derecho, es decir, de una categoría distinta a la de los sentimientos, y como categorías distintas, deben por lo tanto contemplarse también en planos de relación diferentes. Como integrantes del Estado español somos pues ciudadanos, y lo somos todos, en el sentido amplio de la palabra, pues los inmigrantes que viven y llegan cada día a nuestro país  –regularizados o no–  deben gozar, de acuerdo al derecho humanitario internacional, de las mismas garantías que el resto de la ciudadanía.

  En el fondo, el bienestar de los Estados,  no es sino la consecuencia natural de la reunión de las diferentes voluntades individuales, para alcanzar unos comunes objetivos. Y siguiendo a nuestro ilustre aragonés de adopción, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), en su ameno libro «Charlas de café», “los mejores tónicos de la voluntad son la verdad y la justicia”.