jueves, 2 de noviembre de 2023

Humano humor



Humano humor

Luis Negro Marco / Historiador y periodista

A la festividad religiosa de Todos los Santos (1 de noviembre), que fue instituida por el papa Gregorio III en el año 731, le sigue la conmemoración (memoria, recuerdo, mención reminiscente) de los difuntos, la cual se remonta al siglo XI, cuando San Odilón, abad del monasterio de Cluny (Francia) la celebró por vez primera. Por este motivo, este santo francés es invocado –especialmente en el día de Ánimas– como “poderoso abogado de las almas encarceladas en el Purgatorio”, para que interceda por ellas en pro de su salvación.

Los dos primeros días de noviembre son, por lo tanto, fechas especialmente señaladas para el emotivo reencuentro con los seres queridos que ya no están con nosotros. La carencia de un ser amado siempre genera una profunda tristeza y el tiempo que transcurre hasta superar su pérdida, un doloroso duelo cuyo signo exterior de pena se manifestaba, hasta no hace muchos años, con trajes y vestidos negros con que, generalmente las viudas, vestían, siendo además costumbre –en los lutos rigurosos– que se abstuvieran de ir a los paseos públicos, así como a los teatros y ateneos durante los 6 primeros meses desde el fallecimiento del marido.

Sin embargo, no en todas las sociedades, ni en todas las épocas, la realidad de la muerte ha sido afrontada con llantos. De hecho, en algunos países hispanos, como Guatemala o Méjico, siguen siendo muy populares los «velorios», en que la familia del difunto agasaja en su propia casa a quienes acuden a dar el pésame, no faltando las risas, los chistes y las bromas con las que –lejos de constituir una afrenta para el finado– se trata de dar una despedida alegre al ser querido que acaba de finalizar su misión en la Tierra.


De este modo, ya desde la Antigüedad, tenemos constancia de hechos de humor íntimamente relacionados con la muerte. Así ocurrió tras el fallecimiento del emperador César Augusto (finado en el año 14 d.C.)
quien a la fecha de su óbito no había todavía pagado los legados que había prometido al pueblo romano. Así, para recordarle la deuda pendiente, un hombre chistoso, viendo pasar las exequias de un entierro, se acercó al ataúd e hizo ostensibles gestos de que hablaba al oído del difunto, diciéndole en voz alta: “Cuando llegues al Cielo acuérdate de decir a Augusto que todavía no ha pagado sus mandas al pueblo romano”.

De manera que, habiendo llegado pronto a oídos del emperador Tiberio (el sucesor de Augusto) esta burla, hizo llegar ante su presencia al bufón. Una vez en palacio, Tiberio le pagó personalmente los sestercios que –como ciudadano romano– el difunto Augusto le había dejado a deber y acto seguido, mandó que le quitaran la vida diciendo: “Que vaya a verse con Augusto y él le dará por sí mismo noticias más frescas que las que le envió por mediación del muerto”.

El emperador Tito (39-81 d.C.) mucho más ecuánime que su predecesor Tiberio, abolió la ley de lesa majestad que se empleaba contra quienes hablaban mal de los emperadores difuntos, aduciendo con grandes dosis de sentido común: “Pues mis predecesores son dioses, a ellos les toca castigar los ultrajes que les hacen. Por mi parte, si injustamente me deshonran, los compadezco, si con razón, sería injusticia horrible castigarlos por haber dicho la verdad”.

Siguiendo con la antigua Roma, las exequias de los emperadores (que ostentaban el título de «Divino») debían estar revestidas de la fastuosa teatralidad acorde con su rango y atributo divino. De este modo, durante los funerales, criados diestros en el arte de la cetrería colocaban discretamente un águila bajo la estatua del emperador difunto, de manera que en el momento en que se encendía la pira funeraria, el águila, al sentir el calor, volaba por encima de la llama, creyendo el pueblo que observaba tal prodigio que se trataba del alma del difunto emperador encaminándose hacia el cielo.

Mucho más prosaico que el divino artificio anterior, fue lo que le aconteció a Martín Freiras, gobernador de la ciudad portuguesa de Coímbra, a quien muy bien podría aplicársele el refrán: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”, puesto que cuando falleció  (en Toledo, en el año 1248) su señor, el monarca Sancho II, intimado a rendir la plaza, dijo ante el cadáver de su rey: “Mientras os creí vivo, habría mucho más permitido me enterraran vivo que el faltaros a la fidelidad que os debo, pero puesto que os encuentro difunto, no encuentro mejor modo de actuar que el que nos rindamos ante nuestros enemigos”.

Otro tal le aconteció al Lazarillo de Tormes, quien, habiendo oído al anochecer el tañido de la «sobrehuesa» (el lánguido toque de difuntos), sobrecogido escuchó a continuación, en un callizo oscuro de la ciudad, a un coro de plañideras que cortejaban las exequias de un difunto, moviendo sus lenguas más que un badajo de campana en el día del Corpus. Pero lo peor vino cuando, aterrado, prestó atención a lo que decían sobre el cadáver al que acompañaban: “¡Oh, ahora te vas a la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!”. El desdichado Lazarillo al oír aquello quedó pávido y exclamó: “¡Oh desdichado de mí, para mi casa llevan a este muerto!”.

Que la inevitabilidad de la muerte sea abordada bajo un prisma de inteligente humor, no es irreverencia sino respeto, pues, al fin y al cabo, de todos los seres vivos, solo al ser humano le es propio el sentido del humor, es decir, el mostrarse alegre, jovial y complaciente. Una alegría que nace de la tierra (humus: materia orgánica en descomposición) y que resulta imprescindible para la vitalidad de nuestra existencia. La muerte, de este modo, también puede ser contemplada como la serena manifestación de un humilde humano humor.