viernes, 27 de noviembre de 2015

San José de Calasanz, pedagogo de la modernidad

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel
San José de Calasanz, o la emancipación del pueblo a través de la educación

Sus primeras escuelas gratuitas para niños pobres fueron abiertas en Roma, en el año 1597, y pronto se extendieron por toda Europa

Luis Negro Marco / Santiago de Compostela

 En el día de hoy, son muchas las Escuelas universitarias de Magisterio,  así como miles de escuelas cristianas de primera enseñanza de todo el mundo, que celebran la festividad de su patrón: San José de Calasanz (1556-1648). Al igual que otras muchas personas de proyección internacional, José de Calasanz nació en un pueblo aragonés, en este caso de la provincia de Huesca, y de nombre compuesto: Peralta de la Sal.

 Además de fundador de la Orden de las Escuelas Pías  –la primera congregación religiosa dedicada por completo a la educación de los  niños pobres–, Calasanz fue asimismo el creador de la escuela popular contemporánea. Y si bien no fue el primero en ocuparse de la formación del pueblo (Lutero, en 1524 ya había expresado sus quejas por el olvido de la instrucción pública, fundamental para la justicia social, por cuanto  “la educación del pueblo es a la vez la consecuencia de todo aquello en cuanto cree y la fuente de todo en lo que será”) sí fue el primero en abrir en Roma –en el año 1597– las primeras escuelas gratuitas de enseñanza primaria para niños pobres. Escuelas que pronto se extendieron por toda Europa, desarrollando una revolucionaria labor de formación elemental, basadas en el nuevo modelo de relación entre ciencia y fe, en consonancia con la crítica de la enseñanza humanística de aquel tiempo, expresada por el filósofo francés René Descartes (1596-1650) en su «Discurso del Método», con el propósito de “Bien dirigir la Razón y buscar la Verdad en las Ciencias”.

  Pero para comprender todavía mejor la revolución educativa que supusieron las escuelas
calasancias, habrá que tener en cuenta que en la época de su creación (a finales del siglo XVI) se tenía como dogma el hecho de que ninguna de las personas que desempeñasen oficios por cuenta de la sociedad, deberían saber leer ni escribir, o si ya sabían, de ningún modo habrían de aprender algo más, pues a estas gentes les bastaba servir con sencillez y humildad. Y  aún más: la ignorancia del pueblo se contemplaba como la mejor salvaguarda para su fe. De manera que la cultura intelectual quedaba reservaba para los estratos sociales más elevados (nobleza, alto clero y clase adinerada). Y en este contexto de ideas imperantes, tan ajeno al de nuestro tiempo,  es donde nació la pedagogía de San José de Calasanz, quien supo ver que la educación era el único medio posible para redimir a los niños pobres de la esclavitud segura a la que les conducía el analfabetismo, la ignorancia, y su abandono social.

 Fue así como surgieron aquellas primeras escuelas católicas, populares y gratuitas de San José de Calasanz, bien atendidas y organizadas por maestros capacitados (y formados específicamente para la docencia) cuyas enseñanzas habrían de servir para hacer –también de los niños pobres y abandonados– personas dignas, responsables y libres, ciudadanos en suma, y no solo “plebeya” mano de obra desprovista de cualquier tipo de derechos.
 Y para dar mayor alcance  y continuidad a su obra, San José de Calasanz fundó la congregación religiosa de las Escuelas Pías, señalando en el proemio de sus Constituciones –redactadas en 1610– como lema de su trabajo: «Piedad y Letras», entendiendo la «piedad» al modo de cómo la había comprendido la antigua civilización de Roma: religentia, religio o pietas, es decir responsabilidad de actuar de acuerdo a los preceptos, códigos, leyes y normas sociales, y de la religión.

Numerosos aportes educativos de la pedagogía de San José de Calasanz continúan a día de hoy plenamente vigentes, entre ellos el de la distribución graduada de las clases  también para la escuela primaria. Sabedor de la pobreza extrema de los niños, Calasanz creó roperos escolares y cantinas, adscritos a sus centros de enseñanza. Otro gran aporte de la pedagogía calasancia fue la distinción educativa que acertó a introducir entre los niños que querían aprender y  colocarse pronto en algún empleo y aquellos que querían “continuar las letras”. Y así como antes, para trabajar, a los jóvenes se les había “exigido” testimonio de ignorancia, las escuelas escolapias  empezaron a otorgar títulos de capacitación, constitutivos de mérito para desempeñar los distintas artes y oficios, exigiendo además certificado de pobreza –hasta entonces inédito– para los alumnos que querían estudiar en aquellas escuelas. Ser niño pobre dejaba de ser un destino divino, para convertirse en una efímera realidad que podía cambiarse a través de la educación.

 Pensemos respecto a lo anterior en el niño Francisco de Goya (1746-1828). Las Escuelas Pías habían abierto un colegio en Zaragoza en el año 1733, donde el pintor de Fuendetodos tuvo como maestro al sacerdote escolapio Joaquín Ibáñez. Goya recuerda con cariño aquella escuela y  a su entrañable maestro en una carta que envía desde Madrid a su amigo Martín Zapater, el 28 de noviembre de 1787. Quizás de no haber existido aquel colegio y aquel maestro turolense, Goya jamás habría pintado en 1819 la que está considerado como una de las mejores pinturas religiosas de la historia del arte: «La última comunión de San José de Calasanz». Y aún más: pensemos hasta qué punto, aquel tipo de escuela popular, gratuita, destinada principalmente a las clases populares, pudo influir en el Goya de los caprichos, majas, toreros, jaques y desastres de la guerra, que magistralmente reflejó el pintor aragonés a través de todas las formas de expresión artísticas posibles. También Goya fue un docente y precursor de nuevos estilos pictóricos, acordes con la sociedad cambiante del siglo XIX. Francisco de Goya, y su paisano San José de Calasanz, tuvieron mucho en común: ambos participaron de la sabiduría por la que fueron sensibles y supieron interpretar los signos nuevos que anunciaban la llegada de una nueva era. Como ahora acontece.


miércoles, 11 de noviembre de 2015

Poesia de Otoño. Padre Ignacio de Nicolás, escolapio

Firmas invitadas

Poesía del P. Ignacio de Nicolás, escolapio

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Hojitas de Otoño 
                                                                                                  Foto: Luis Negro Marco
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Hojitas amarillas/ Del otoño, viejas páginas
 / Del libro azul de los Cielos / 
Péndulas entre las ramas / Hojitas gualdas 
que fuisteis / De hermoso verde esmeralda 
/ Como el cáliz del  capullo / Que encierra                                                                                                                                     la 
flor rosada: / Ya sois solo en ese libro / Del 
cielo azul, unas páginas / Que deben al 
tiempo el oro /Que en sus nervios se 
entrelaza. / -¿Lo habéis dicho todo ya?
¿No hay nadie que os robe el ansia / Con 
que esperáis el adiós
Que el viento trae en las ramas? / ¡Qué pronto os vais!....Parecéis
Corazones de gualda / Que la furia de la vida / Locamente desbarata
Una, dos, cien…¿Quién os cuenta / Mientras el viento os arrastra
Como plumas desprendidas, / Confusas, entre sus alas?
Hojitas amarillentas, / viejos folios de las ramas /
¡Cuánta ilusión he perdido / En vuestras páginas gualdas!
¡Oh, no, no erais para mí / Folio viejo, fútil página 
Del libro azul del os cielos / Péndula de entre las ramas!
Me hablabais tan callandito / Que solo os noté calladas.
Hojitas amarillentas / ¿No seréis mis viejas páginas
Que aguardan el viento suave
Para huir de entre mis ramas? / Y esta página de ahora
¿no será también mañana / La que oirá la voz del viento
Y será tras de sus alas / El cariño, también fútil / De una hojita
arrinconada?

jueves, 5 de noviembre de 2015

Los dioses de la Revolución francesa. Libro de Christopher Dawson, publicado por "Ediciones Encuentro"

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel
http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/escenarios/evangelio-robespierre_1064827.html

El proceso revolucionario  en la Francia de 1789, se fundamentó en la idea de sustituir el cristianismo por una nueva religión civil

Luis Negro Marco
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Christopher Dawson
Los dioses de la Revolución
Ediciones Encuentro; 214 páginas
Madrid, 2015  
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Christopher Dawson (1889-1970), historiador inglés que ejerció su docencia en algunas de las más importantes universidades del Reino Unido y de los Estudios Unidos, ocupó desde 1959 y hasta la fecha de su muerte, la cátedra Charles Chauncey Stillman de estudios católico-romanos de la Universidad de Harvard. Este escritor e historiador siempre defendió la teoría de que la religión ha sido la principal fuerza motora de los diversos procesos históricos protagonizados por la Humanidad.

 Y en el caso concreto de la civilización europea y de la cultura occidental, fue –según Dawson- el cristianismo el factor esencial de su nacimiento y desarrollo. De manera que habría sido la religión cristiana la que posibilitó “un cambio interno en el alma del hombre occidental que nunca podrá destruirse íntegramente salvo por la total negación o destrucción de este mismo hombre”.

 En Los dioses de la Revolución, Christopher Dawson se centra en el análisis de los cinco primeros
años de la Revolución francesa, que oficialmente tuvo su inicio con la toma de la Bastilla de París, el 14 de julio –día de la fiesta nacional de Francia– de 1789. Pero independientemente de su transcendencia histórica (pues la Revolución supuso el desmoronamiento del Antiguo Régimen, y el triunfo de de la voluntad de la nación sobre  el despotismo feudal), la Revolución también  instauró una nueva religión civil de espíritu totalitario, cuya tarea fundamental era la de operar al servicio al Estado.

 Para Dawson, la Revolución francesa se entendería mejor, si se la contempla como parte de una revolución mundial (contaba con el precedente de la independencia, en 1783, de los Estados Unidos) que pretendía restaurar los derechos originarios e intrínsecos de la Humanidad, de los que había sido despojada –miles de años atrás– por la tiranía de los reyes y de las castas sacerdotales. De hecho, de las reformas revolucionarias (financiera y constitucional) fue la Declaración de los Derechos del Hombre la más importante. Sin embargo, los púlpitos de las iglesias fueron sustituidos por los Autels de la peur (los altares del miedo) durante el Régimen del Terror de los jacobinos, que entre junio de 1793 y julio de 1794, trocaron la cruz de los cristianos por la guillotina, asesinando a miles de personas en ejecuciones públicas por las calles de París.

 El 18 de floreal (7 de mayo de 1794), Robespierre exponía ante la Convención su informe «Sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos», en el que exponía el credo jacobino a través del evangelio del Progreso en el que se basan las esperanzas de la redención y el surgimiento de un nuevo mundo moral que posibilitaría la regeneración de la Humanidad. Los revolucionarios instauraron la fiesta al «Ser Supremo» –al que ofrecían su plegaria, sacrificios y culto– como aglutinante de la nueva religión universal de la Naturaleza.


 Pero la religiosidad laica de Robespierre llegó a tal extremo de fanatismo que una facción de sus propios correligionarios lo acusó no solo de aspirar a la dictadura, sino incluso de pretender establecer una especie de nuevo pontificado religioso. También él acabó sus días en la guillotina, el altar de los sacrificios de la Revolución, el 10 de Termidor (28 de julio) de 1794. Y al final, la Revolución pasó de las manos del pueblo a las de una nueva burocracia revolucionaria, ejerciendo un poder aún más absoluto que el de cualquier autócrata del pasado. 

lunes, 2 de noviembre de 2015

La muerte no es el final

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel

La preexistencia y la transmutación del alma fueron conceptos esenciales en las religiones antiguas

Luis Negro Marco / Iria 

 En la mitología griega (asimilada posteriormente por Roma) el Infierno recibía el nombre de Tártaro (derivado de la palabra prehelénica Tar, el oeste), que era la región utilizada por los dioses como prisión, en la que habían encerrado a los Titanes. Asimismo, la palabra griega Hades se refería  al concepto helénico de la inevitabilidad de la muerte. Por su parte, La mitología romana identificó al Infierno con el Averno, nombre que recibía un lago de Italia, al oeste de Nápoles, emplazado sobre el cráter de un antiguo volcán; en sus aguas no había pez alguno ni vegetación en sus orillas. Por estas causas, y por los vapores mefíticos que de él se exhalaban, y que hacían huir a los pájaros, se consideraba al lago Averno como una de las entradas al Inframundo. Y por extensión también todas las grutas, lagos y cavernas de similares características.

 Según la mitología el Tártaro se encontraba bajo tierra, y a tanta profundidad como hay de altura entre la Tierra y el cielo. Cuando las personas morían, se las enterraba en ataúdes (lechigas) de ciprés blanco, de madera ignífuga, y a la que se atribuían propiedades anticorruptivas. Desde sus tumbas, las  almas descendían hasta el Tártaro para que Caronte las transportase en su desvencijada  embarcación al otro lado de las negras aguas de la laguna Estigia. Y para que el viejo avaro cumpliera fielmente con su cometido, los parientes del difunto colocaban dos o  tres monedas debajo de su lengua, de manera que sirvieran de pago al barquero del más allá.

 En el interior del Tártaro, un perro de tres cabezas (Cerbero, de cuyo nombre deriva la  palabra guardameta: can-cerbero) guardaba la orilla opuesta de la laguna negra Estigia, dispuesto a devorar a los vivientes intrusos o a las almas fugitivas. Los manes recién llegados eran juzgados a diario en una encrucijada de tres caminos, y a medida en que los dioses dictaban sentencia, eran encaminados hacia uno de los tres senderos: el que llevaba de vuelta a las praderas de asfódelos, si  las almas no eran virtuosas ni malas; el que conducía al campo de castigo del Tártaro, a las que habían sido malas en vida; y el que culminaba en los jardines del Elíseo, reservado tan solo a las almas buenas.

 La palabra Elíseos vendría a significar “manzana”, y derivaría de alisier, término anterior al celta, con que se denominaba a la serba. De hecho, el serbal –que da frutos parecidos a los de la manzana– ocupó un lugar importante en los misterios religiosos de los druidas, sacerdotes de los
celtas, asociados a sus templos circulares en piedra, como el de Stonehenge. Los Campos Elíseos (que el poeta griego Hesiodo situó,  geográficamente en las islas Afortunadas, es decir en las Canarias), eran un lugar de felicidad perpetua, sin frío ni nieve, en el que siempre se celebraban juegos, sonaba la música y reinaba la alegría. Un lugar privilegiado en el que sus moradores podían elegir su renacimiento en la Tierra en el momento en que lo decidiesen.


 En cuanto al Infierno (el Tártaro), su primera región era la ya citada de los tristes campos de asfódelos (los griegos de la Antigüedad creían que las praderas del Averno estaban cubiertas de esta hierba, y por tanto la plantaban alrededor de los sepulcros, en la creencia de que los manes se alimentaban de sus bulbos) por donde las almas de los héroes vagaban errantes entre las multitudes de muertos menos distinguidos que se agitaban como murciélagos. Su único placer consistía en las libaciones de sangre que les proporcionaban los vivientes, las cuales les hacían volver a sentirse casi como las personas que fueron en vida

 En la región más lúgubre y tenebrosa del Tártaro, se situaba el Erebo, donde vivían las Furias, mujeres viejas (más longevas incluso que Zeus, el dios del Olimpo) con serpientes por cabellera, cabezas de perro, cuerpos negros como el carbón, alas de murciélago y ojos inyectados de sangre. La tarea de las Furias consistía en la venganza –Némesis– inmisericorde contra quienes habían violado la ley. Para ello llevaban en sus manos látigos rematados con puntas de bronce con los que atormentaban a sus víctimas. Era imprudente mencionarlas por su nombre, de manera que en las conversaciones se las llamaba Euménides, refiriéndose de este modo a ellas, y por antífrasis, como  “las bondadosas”.

 Otra de las visiones que sobre el otro mundo tuvieron los griegos de la Antigüedad era que las ánimas podían volver a ser personas si conseguían entrar en habichuelas, nueces o peces, y los comían sus futuras madres. Orfeo (músico y poeta griego del siglo XIII a. C.) agregó la idea de la metempsicosis, o transmigración de las almas a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior. La metempsicosis y la preexistencia, dominaron, además de en Grecia y Roma, en la mayoría de civilizaciones de la Antigüedad, caso de los celtas, persas, egipcios, griegos, cabalistas hebreos, y brahmanes en la India.

 Hoy en día, en la Víspera de Todos los Santos (Halloween o Samhaim) cada vez es más generalizada la costumbre de recurrir a los disfraces que recrean entidades terroríficas. Y no se trataría de una moda reciente, pues en la religión nórdica precristiana, la metamorfosis servía de prueba moral. Así ocurre en un relato sobre Annwn (el Infierno, Tártaro o Averno de los galeses), en el que Arawn, rey del Inframundo, pide a un joven que le ayude a acabar con un monstruo al que solo podía matar un hombre despierto y valiente. Una hazaña que logran finalmente cuando cada uno de ellos finge ser el otro, recobrando posteriormente sus identidades originales.