lunes, 25 de junio de 2018

San Juan: la luz, el agua, y el dios romano Jano


Luis Negro Marco 

  La festividad de San Juan Bautista (24 de agosto) se celebra en una fecha próxima al solsticio de verano (este año el 21 de junio). Una palabra –solsticio– que proviene de las latinas (sol sistere / sol quieto) porque durante este tiempo la elevación cenital del “astro rey” –que alcanza su punto más alto en este día parece no cambiar de posición en el cielo. Asimismo, el día del solsticio de verano es el que cuenta con más horas de luz en el hemisferio boreal de la Tierra, y en el que comienza el oscurecimiento progresivo de los días. De manera contraria, el del solsticio de invierno (21 de diciembre), es para nosotros el día “más oscuro” del  año, de manera inversa a cuanto acontece para quienes habitan en el hemisferio austral del globo.

 La fecha del solsticio vernal fue probablemente ya conocida (al menos, desde el Neolítico –hace
Las flores de colores amarillos propias del mes de junio
son también conocidas como Flores de San Juan
                                                                                 Fot. L. Negro
unos 8.000 años–) por los antiguos pueblos y civilizaciones del planeta. Un tiempo que consideraron adecuado para la celebración de grandes fiestas y ritos de adoración solar, destinados a invocar la salud y prosperidad en las familias, la fertilidad de sus ganados y la abundancia y calidad de las cosechas. Y es aquí donde hallan pleno sentido las actuales hogueras de San Juan, la recogida de plantas medicinales en su víspera, los bailes alrededor de mástiles adornados, y las sardinadas y churrascadas populares, propias de la noche de San Juan.

 En la antigua Roma, las fiestas solsticiales  de verano e invierno estuvieron dedicadas al dios Jano (del latín ianitor / portero), dios de la luz, representado con una cabeza de  dos caras (Jano bifronte) mirando cada una en dirección opuesta, en alusión a los tiempos pasado y futuro, y una llave en la mano con la que “abría” las puertas (januae, en latín), del año. De ahí que el nombre de nuestro actual primer mes del ciclo anual  –enero– provenga del latino ianuarius.

 Durante la Edad Media el Cristianismo incorporó las manifestaciones paganas solsticiales, y pasó a celebrarlas manteniendo en el calendario litúrgico la dualidad simbólica atribuida al dios Jano. El santo elegido para la ocasión fue San Juan (del hebrero Jahanam / misericordia y alabanza de Dios), en una doble advocación. Por un lado, la festividad de San Juan  Bautista (precursor y anunciador de la luz y la palabra de Cristo, a quien bautizó en el río Jordán) se fijó para el 24 de junio –en el solsticio de verano– y la de San Juan Evangelista, apóstol de Jesús, para el 27 de diciembre, a los pocos días del solsticio de invierno.

 En una nueva interpretación simbólica, ambos San Juan pasarían ahora a representar las dos esencias de un mismo ser que abren y cierran las puertas del “Reino de los Cielos” en un ciclo anual con dos mitades. Así, el solsticio invernal introduce la fase luminosa del ciclo (tiempo de alabanza a Dios y esperanza) mientras que el estival inicia su progresivo oscurecimiento (tiempo de implorar a Dios su misericordia).  De ahí la frase “Juan ríe, Juan llora”, a su vez empleada por el escritor español Max Aub (1903-1972), como título para una de sus novelas ambientada en la Guerra Civil.

 En suma, la fiesta de San Juan simbolizaría la eterna transición humana en constante camino de perfección, en el momento de franquear la  puerta de la luz, símbolo universal de poder divino, creador de la vida y del amor.

viernes, 15 de junio de 2018

La banalidad del mal: en torno al libro de Hannah Arendt: "Eichmann en Jerusalén"



Luis Negro Marco


Publicado en 1963, «Eichmann en Jerusalén, informe sobre la banalidad del mal», este libro de la filósofa judía alemana Hannah Arendt (1906 – 1975), suscitó una gran controversia en la época de su aparición.

 En calidad de corresponsal del periódico estadounidense «The New Yorker», Arendt asistió al proceso que, desde abril de 1961, se siguió en Israel contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, máximo responsable de la deportación de millones de judíos hacia los campos de extermino nazis en la Europa del Este, durante el III Reich. Al finalizar la II Guerra Mundial, Eichmann logró huir a Argentina, país en el que se le perdió la pista. No obstante, en mayo de 1960 los servicios secretos israelíes dieron con su paradero y en una audaz misión lograron sacar a Eichmann del país americano, trasladándolo a Israel, con el fin de que compareciese ante el tribunal del Estado hebreo. Acusado por crímenes de guerra, crimen contra el pueblo Judío y crímenes contra la Humanidad, después de cuatro meses de proceso, fue condenado a muerte por genocidio, siendo ejecutado el 31 de mayo de 1962.  A partir de aquel proceso, que la filósofa alemana Hannah Arendt vivió en directo, surgieron sus reflexiones, las cuales dejó  plasmadas, meses después, en el libro anteriormente citado.

 Una de las más descorazonadoras observaciones que hizo Arendt sobre el criminal de guerra nazi, fue la frialdad  y tranquila pasividad que éste mostró a lo largo de todo el proceso. De este modo, la escritora y filósofa se sorprendió al constatar que, contrariamente a lo que hubiera sido normal suponer, no estaba ante la presencia de un monstruo, personalidad a la que solo entonces se suponía capaz de cometer tales crímenes. Eichmann, por el contrario, se mostraba como una persona ordinaria, e incluso como un hombre cercano y sencillo, como si a lo largo de toda su vida hubiera sido incapaz de hacer el menor daño a nadie. Se limitó a decir que él jamás había profesado odio contra los judíos, y que no tenía conciencia de  haber cometido delito alguno.

 Pero  lo más dramático fue la constatación realizada por Arendt de que miles de personas habían
La filósofa alemana, de origen judío, Hannah Arendt
 (Linder-Limmer, 1906- Nueva York, 1975)

actuado durante el genocidio judío al igual que él. Criminales espantosamente normales que no se comportaban como personas perversas ni sádicas. Fue así como introdujo la idea de “la banalidad del mal”,  la criminalidad administrativa, organizada por ejecutores burocratizados, a los que ella denominó “criminales de despacho”. La burocracia nazi, en su conjunto, fue una enorme maquinaria criminal que no se presentaba ante la opinión púbica como tal. De tal suerte que sus millones de víctimas jamás fueron considerados como lo que eran, es decir, seres humanos, sino como “paquetes” que había que enviar a su lugar de destino, es decir, a los campos de la muerte. Fue así como los burócratas y  funcionarios nazis, Eichmann incluido, a pesar de ser los responsables directos de la deportación y muerte de millones de personas, jamás lo reconocieron. Apelando a la obediencia debida a Hitler, declararon –orgullosos incluso– que se habían limitado a desempeñar las tareas administrativas que les habían sido encomendadas: elaborar las listas con los nombres de los deportados, y establecer los horarios de los trenes en que habrían de ser trasladados hasta los campos de la muerte.

  La banalidad del mal entraña una ruptura radical entre las decisiones administrativas inmorales y contrarias a la ley  –que pasan a ser ejecutadas como un mero trabajo– y la consciencia de  sus inhumanas consecuencias. Los burócratas del mal fueron y son por completo ajenos al sufrimiento que sus decisiones originan, por tanto no tienen ni sentimiento de culpa, ni remordimiento alguno sobre su criminal conducta. Bien al contrario, sus protagonistas se muestran convencidos de la necesidad de sus actos, así como de su propia existencia, cual mesiánicos salvadores de la sociedad.

 Por eso, ahora más que nunca, las democracias deben actuar de manera inflexible (y no mostrarse encantadas) contra quienes, una vez alcanzados sus puestos administrativos y de gobierno –fundamentados  en el Estado de Derecho que encarna la soberanía nacional– lo primero que hacen es traicionar la confianza popular que en ellos ha sido delegada, actuando en contra de los derechos de quienes no son afines a sus ideas, y contra las leyes que posibilitan la convivencia y que están recogidas en la Constitución –sin cuyo cumplimiento, su autoridad queda absolutamente deslegitimada–,  cercenando de este modo las libertades individuales y generales de las personas, bajo cuya bandera precisamente (la de la libertad) cínicamente, tratan de ocultar lo que en realidad son: aliens de la democracia, dictadores enmascarados que supeditan su bien personal y el de su clan tribal, al bien común.

  Esta podría ser una de tantas definiciones sobre lo que en verdad son los nacionalismos modernos, por completo ajenos al sentimiento de fraternidad universal proclamado por el cristianismo, y sobre el que, durante siglos,  se forjó la idea de Europa. Bueno será por ello, recordar ahora las palabras del papa Francisco tras su visita, en 2015, a los Estados Unidos: “Levantar muros, no es de cristianos”.

viernes, 8 de junio de 2018

Una universidad más transparente y cercana a la sociedad

En Rectores y privilegiados, el profesor José Carlos Bermejo realiza una crítica en profundidad de la institución académica tras diez años del “Plan Bolonia

Portada del libro "Rectores y privile-
giados
", del profesor de la USC
José Carlos Bermejo Barerra
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José Carlos Bermejo Barrera
Rectores y privilegiados: cónica de una universidad
Ediciones Akal, 394 pp.
Madrid, 2017
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  El autor de este libro, José Carlos Bermejo, catedrático de Historia Antigua en la universidad de Santiago de Compostela y colaborador habitual en prensa escrita de Galicia, hace un análisis tan poco complaciente como necesario sobre el funcionamiento y gestión de las universidades españolas desde que en 2008 se instaurara en ellas el “Plan Bolonia”.

 De este modo, lo que en principio fue sólo una declaración a nivel europeo, que recomendaba implantar el sistema de créditos y de tres niveles (grado, máster y doctorado) en España dicha recomendación se transformó en una directriz de obligado cumplimiento, bajo el pretexto de que Europa obligaba a cambiar el sistema de enseñanza
Luis Negro Marco
universitaria.

 A partir de ahí, y a juicio del profesor Bermejo, la enseñanza se degradó, toda vez que las evaluaciones pasaron a realizarlas agencias, de acuerdo a 69 variables comunes a todos los planes de estudio universitario, pero renunciando a hacer un catálogo razonado de grados y másteres oficiales. Así, se crearon unos grados y unos másteres que escondían, muchas veces, los gustos personales de los docentes y sus ansias de poder académico.

  Este libro también aborda el marco jurídico por el que se regulan las universidades españolas, en el que según el autor se está produciendo un “asombroso crecimiento del poder personal”, primero de los rectores, los únicos cargos administrativos que resuelven los recursos contras su propios equipos de gobierno, ya que en ellos se agota la vía administrativa en cada universidad.

 Y tampoco son halagüeñas las referencias que el profesor Bermejo hace sobre la investigación y las condiciones laborales de los investigadores universitarios. Para determinar los parámetros evaluadores de su calidad y excelencia, el Estado subvenciona industrias editoriales que ponen gratis al servicio de las empresas los conocimientos creados con dinero público. Y sin embargo, los investigadores no reciben nada a cambio por su trabajo y contribución al desarrollo de la sociedad.

 Y a todo ello hay que unir la existencia de un alumnado universitario mayoritariamente desmovilizado, sin apenas participación en las elecciones a rector. Un indicador más del galimatías –según el autor– actualmente existente en la universidad española.

domingo, 3 de junio de 2018

Tom Wolfe, el nuevo periodismo y "les enfants terribles" de la "Izquierda exquisita"



Tom Wolfe, el bárbaro dandy

Luis Negro Marco 

 A comienzos de la década de los 60 existía la mágica suposición de que el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, había posibilitado el amanecer de una nueva era de la novela, comparable a la de Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, o John Dos Pasos, surgida tras la Primera Guerra Mundial. Pero lo que se produjo fue todo lo contrario: la llegada de una horda de bárbaros, que al igual que los hunos a las puertas de Roma en el año 441, hicieron tambalear los cimientos en los que hasta entonces se había sustentado la novela. Unos bárbaros que no fueron otros que los pioneros del “Nuevo periodismo”, grupo al que Tom Wolfe perteneció y definió en un largo artículo (The New Journalism) publicado el 14 de febrero de 1972 en el suplemento dominical “New York”, del periódico “Herald Tribune”.

Portada del dominical New York, edición de
14 de enero de 1972, con el artículo de Tom
Wolfe
sobre el nacimiento del "Nuevo
Periodismo
"
y su influencia en la novela
 Los nuevos periodistas norteamericanos de los sesenta desarrollaron un nuevo estilo para contar las noticias y escribir sus crónicas y reportajes, de modo que la distancia entre el periodismo y la literatura se redujo hasta el extremo de, prácticamente, fundirse ambos en un mismo género. Pero Tom Wolf no hizo sino continuar y dar realce al camino iniciado por otros grandes 
**l periodismo estadounidense, como Gay Talese, Jimmy Breslin (ganador de un premio Pulitzer en 1986), o Rex Reed, quienes fueron algunos de los más destacados jóvenes bárbaros, pioneros del nuevo periodismo, caracterizado no sólo por ofrecer a los lectores las noticias, sino también por poner de relieve los detalles novelísticos de las mismas. En cualquier caso, el nuevo periodismo no dejaba de ser una reinvención del arte de la novela, tal y como Honoré de Balzac, o Émile Zola (en Francia), Charles Dickens en Inglaterra, y Benito Pérez Galdós en España, la habían concebido. Pues las novelas de todos estos autores no fueron sino crónicas (sketches de la vida real), a través de las cuales podemos aproximarnos con gran exactitud a la historia del siglo XIX en sus respectivos países. 

 De manera que si la novela cumple con una doble función (informativa y emocional), al ser fuente de inspiración para los lectores, la generación del Nuevo periodismo se dio cuenta de que también los artículos podían ser narrados con toda la gama de artificios que le son propios a la literatura. De modo que pueden ser leídos como si de un relato breve se tratara.  A partir de esta concepción, el objetivo del periodismo ya no será sólo el de mantener informada a la audiencia (satisfacer su interés intelectual) sino también el de apelar a sus sentimientos, es decir, incentivar su respuesta emocional ante la información.

  Tom Wolfe, el autor del mordaz artículo: “La izquierda exquisita de Park Avenue” (publicado en 1970, es un sarcástico y revelador relato  sobre cómo las clases altas intentan blanquear su privilegiado status, con guiños de complicidad kitsch a las castas sociales inferiores, eligiendo como espacio de encuentro a los movimientos underground y la contracultura), murió el pasado 14 de mayo, a los 88 años de edad en Nueva York. Conocido por su look de dandy (traje blanco, pajarita y sombrero), para siempre perdurará en el recuerdo su novela “La hoguera de las vanidades”. Retrato fiel de los años bárbaros de hace tres décadas, idénticos a los tiempos posmodernos de hoy en día, en que nada importa menos que los ideales que se dicen defender.