lunes, 2 de noviembre de 2015

La muerte no es el final

El Periódico de Aragón. Noticias de Zaragoza, Huesca y Teruel

La preexistencia y la transmutación del alma fueron conceptos esenciales en las religiones antiguas

Luis Negro Marco / Iria 

 En la mitología griega (asimilada posteriormente por Roma) el Infierno recibía el nombre de Tártaro (derivado de la palabra prehelénica Tar, el oeste), que era la región utilizada por los dioses como prisión, en la que habían encerrado a los Titanes. Asimismo, la palabra griega Hades se refería  al concepto helénico de la inevitabilidad de la muerte. Por su parte, La mitología romana identificó al Infierno con el Averno, nombre que recibía un lago de Italia, al oeste de Nápoles, emplazado sobre el cráter de un antiguo volcán; en sus aguas no había pez alguno ni vegetación en sus orillas. Por estas causas, y por los vapores mefíticos que de él se exhalaban, y que hacían huir a los pájaros, se consideraba al lago Averno como una de las entradas al Inframundo. Y por extensión también todas las grutas, lagos y cavernas de similares características.

 Según la mitología el Tártaro se encontraba bajo tierra, y a tanta profundidad como hay de altura entre la Tierra y el cielo. Cuando las personas morían, se las enterraba en ataúdes (lechigas) de ciprés blanco, de madera ignífuga, y a la que se atribuían propiedades anticorruptivas. Desde sus tumbas, las  almas descendían hasta el Tártaro para que Caronte las transportase en su desvencijada  embarcación al otro lado de las negras aguas de la laguna Estigia. Y para que el viejo avaro cumpliera fielmente con su cometido, los parientes del difunto colocaban dos o  tres monedas debajo de su lengua, de manera que sirvieran de pago al barquero del más allá.

 En el interior del Tártaro, un perro de tres cabezas (Cerbero, de cuyo nombre deriva la  palabra guardameta: can-cerbero) guardaba la orilla opuesta de la laguna negra Estigia, dispuesto a devorar a los vivientes intrusos o a las almas fugitivas. Los manes recién llegados eran juzgados a diario en una encrucijada de tres caminos, y a medida en que los dioses dictaban sentencia, eran encaminados hacia uno de los tres senderos: el que llevaba de vuelta a las praderas de asfódelos, si  las almas no eran virtuosas ni malas; el que conducía al campo de castigo del Tártaro, a las que habían sido malas en vida; y el que culminaba en los jardines del Elíseo, reservado tan solo a las almas buenas.

 La palabra Elíseos vendría a significar “manzana”, y derivaría de alisier, término anterior al celta, con que se denominaba a la serba. De hecho, el serbal –que da frutos parecidos a los de la manzana– ocupó un lugar importante en los misterios religiosos de los druidas, sacerdotes de los
celtas, asociados a sus templos circulares en piedra, como el de Stonehenge. Los Campos Elíseos (que el poeta griego Hesiodo situó,  geográficamente en las islas Afortunadas, es decir en las Canarias), eran un lugar de felicidad perpetua, sin frío ni nieve, en el que siempre se celebraban juegos, sonaba la música y reinaba la alegría. Un lugar privilegiado en el que sus moradores podían elegir su renacimiento en la Tierra en el momento en que lo decidiesen.


 En cuanto al Infierno (el Tártaro), su primera región era la ya citada de los tristes campos de asfódelos (los griegos de la Antigüedad creían que las praderas del Averno estaban cubiertas de esta hierba, y por tanto la plantaban alrededor de los sepulcros, en la creencia de que los manes se alimentaban de sus bulbos) por donde las almas de los héroes vagaban errantes entre las multitudes de muertos menos distinguidos que se agitaban como murciélagos. Su único placer consistía en las libaciones de sangre que les proporcionaban los vivientes, las cuales les hacían volver a sentirse casi como las personas que fueron en vida

 En la región más lúgubre y tenebrosa del Tártaro, se situaba el Erebo, donde vivían las Furias, mujeres viejas (más longevas incluso que Zeus, el dios del Olimpo) con serpientes por cabellera, cabezas de perro, cuerpos negros como el carbón, alas de murciélago y ojos inyectados de sangre. La tarea de las Furias consistía en la venganza –Némesis– inmisericorde contra quienes habían violado la ley. Para ello llevaban en sus manos látigos rematados con puntas de bronce con los que atormentaban a sus víctimas. Era imprudente mencionarlas por su nombre, de manera que en las conversaciones se las llamaba Euménides, refiriéndose de este modo a ellas, y por antífrasis, como  “las bondadosas”.

 Otra de las visiones que sobre el otro mundo tuvieron los griegos de la Antigüedad era que las ánimas podían volver a ser personas si conseguían entrar en habichuelas, nueces o peces, y los comían sus futuras madres. Orfeo (músico y poeta griego del siglo XIII a. C.) agregó la idea de la metempsicosis, o transmigración de las almas a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior. La metempsicosis y la preexistencia, dominaron, además de en Grecia y Roma, en la mayoría de civilizaciones de la Antigüedad, caso de los celtas, persas, egipcios, griegos, cabalistas hebreos, y brahmanes en la India.

 Hoy en día, en la Víspera de Todos los Santos (Halloween o Samhaim) cada vez es más generalizada la costumbre de recurrir a los disfraces que recrean entidades terroríficas. Y no se trataría de una moda reciente, pues en la religión nórdica precristiana, la metamorfosis servía de prueba moral. Así ocurre en un relato sobre Annwn (el Infierno, Tártaro o Averno de los galeses), en el que Arawn, rey del Inframundo, pide a un joven que le ayude a acabar con un monstruo al que solo podía matar un hombre despierto y valiente. Una hazaña que logran finalmente cuando cada uno de ellos finge ser el otro, recobrando posteriormente sus identidades originales. 

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