lunes, 15 de abril de 2019

Alfonso I el Batallador. Octingentésimo aniversario de la reconquista de Zaragoza (18-12-1118)

Alfonso I el Batallador, un rey de leyenda

Luis Negro Marco / Historiador y periodista

Alfonso I, hijo segundo de Sancho Ramírez y Felicia de Roucy, sucedió en el trono a su hermano Pedro I de Aragón en 1104. Cinco años después, seguramente en septiembre de 1109 (“por el tiempo de las vendimias”, según la Crónica de Sahagún) Alfonso I contrajo matrimonio con Doña Urraca (1081-1126), hija y heredera de Alfonso VI de Castilla. A la muerte de éste, el mismo año de la boda de su hija, parecía que la unión de los reinos de España iba a ser –en palabras del historiador Ramón Menéndez Pidal– “gloriosa y definitiva tres siglos antes de los Reyes Católicos”. Y de hecho, tanto la reina Urraca de Castilla, como Alfonso I el Batallador tomaron los títulos de Totius Hispaniae Imperatrix y Totius Hispaniae Rex.  

Detalle de la estatua dedicada a Alfonso I el Batallador en el
Parque Grande de Zaragoza.-
Foto: ÁNGEL DE CASTRO
Sin embargo aquella unión de los reinos de España no pudo hacerse realidad debido a la falta de la concordia conyugal. De manera que a diferencia de Isabel y Fernando, el lema de “tanto monta, monta tanto” no acompañó, ni mucho menos, a los diferentes propósitos de Urraca y Alfonso.  Así las cosas, la ruptura y separación definitivas de los cónyuges ocurrió cuando el Batallador, en 1114, entregó en Soria a los castellanos a la reina, diciendo que no quería vivir en pecado con ella (nolebat vivere in peccato), una vez que Bernardo, abad de Sahagún y arzobispo de Toledo, se había pronunciado en contra de la viabilidad del matrimonio, alegando que eran los contrayentes primos segundos, pues compartían el mismo bisabuelo: Sancho III Garcés de Pamplona. Finalmente, el papa Pascual II declaró nulo el matrimonio, si bien solamente se oficializó la separación matrimonial. No obstante, incluso después de su separación de Doña Urraca, Alfonso I siguió tomando los títulos de «Alfonso, rey y emperador –por la gracia de Dios– de Castilla, Toledo, Aragón, Pamplona, Sobrarbe y Ribagorza». Y la propia reina Doña Urraca, el 24 de marzo de 1110, en un documento real, se había dirigido a él como: «Adefonsus, Imperator de Leone et rex totius Hispanie».

Mas, habiéndole sido tan hostil el reino de Castilla, Alfonso I se centró en Aragón y el noreste peninsular, y tras la toma de Zaragoza, el 18 de diciembre de 1118, logró la conquista de otras importantes ciudades de la cuenca del Ebro, tales como Tudela, Tarazona, Borja, y Épila, entre otras.

Al mismo tiempo, los almorávides trataron de recuperar Zaragoza, pero el aragonés los derrotó en la batalla de Cutanda (17 de junio de 1120), y animado con esta extraordinaria victoria, logró la conquista de Calatayud y Daroca, avanzando por los valles del Jalón y del Jiloca hasta Cella, en 1128, a tan solo una docena de kilómetros de Teruel.  Y de allí continuó su avance hacia Valencia, Murcia y Andalucía, llamado por los mozárabes (cristianos en tierras de moros) de aquellos lares, a quienes el rey eximió de tributos y les otorgó jueces propios.

Dibujo ecuestre de Alfonso I el Batallador representado
sobre el tercio nororiental de España. Del libro:"Breve
Historia de Aragón en cómic
", Editado por la CAI en 1984.
Autores: J. A. Parrilla; J.A. Muñiz, Jaume Marzal.
Alfonso I murió el 7 de septiembre de 1134, en la localidad oscense de Poleñino, a causa de las heridas que había sufrido pocos días antes, en su infructuoso intento por conquistar la ciudad de Fraga. En su sorprendente testamento, quien a sí mismo se había considerado emperador, renunciaba a tal idea, e inspirado por el espíritu de cruzada que le había acompañado en todas sus batallas, legó su reino a las Órdenes Militares del Santo Sepulcro, que combatían en Tierra Santa. Pero ante tan insólito deseo, los nobles aragoneses se reunieron de urgencia en Jaca, tomando la decisión de no cumplir con la última voluntad del rey de Aragón, y coronar a su hermano, quien unció la corona real con el nombre de Ramiro II el Monje.

 Los treinta años de reinado del Batallador habían sido un continuo combate, pero por su labor reconquistadora y repobladora, así como por su visión unificadora con los otros reinos peninsulares de Castilla, León e incluso la Galicia del arzobispo compostelano Diego Gelmírez, bien podría ser considerado como un rey avanzado en la unificación de los reinos hispanos, y el pilar fundamental del reino de Aragón en su futura expansión por el Mediterráneo.

Y también en el lado de la  leyenda Alfonso I combatió, ya que las extraordinarias hazañas del Batallador dieron origen a una serie de sagas que le suponían cruzado en Palestina, ganando numerosas batallas a los infieles.

Bula de santa cruzada
Previamente a la conquista de Zaragoza, Alfonso I ya había obtenido una importante victoria en Valtierra –Navarra– el 24 de enero de 1110, sobre las tropas del rey de la taifa de Saraqusta, Al-Mostain, quien murió en el transcurso de aquella contienda. Deceso que aprovecharon los belicosos almorávides (gentes de los morabitos) llegados del norte de África, bajo el mando del emir Alí Ibn Yusuf, para ocupar la ciudad de La Aljafería.

De manera que, desde aquel momento, la conquista de Madina Albaida Saraqusta se convirtió en objetivo principal del rey aragonés, procurando los recursos y tropas que le permitieron iniciar los primeros asedios a la ciudad en 1116.

Dos años después, en febrero de 1118 la ciudad francesa de Toulouse acogía un concilio convocado por el papa Gelasio II,  que contó con la presencia –entre otros prelados– de los arzobispos de Arlés y Auch y los obispos de Pamplona, ​​Bayona y Barbastro. Dicho concilio elevó a la categoría de cruzada la empresa de la reconquista de Zaragoza, que se hallaba bajo dominio musulmán. Una decisión que fue muy bien recibida en el Mediodía francés, por cuanto buena parte de su nobleza había estado presente en la Primera Cruzada (1096-1099) a Tierra Santa. La bula de santa cruzada, fue por tanto un hecho decisivo para la movilización de los caballeros y señores de los condados más importantes del sur de Francia, en apoyo de la empresa de Alfonso I. Fue el caso de Gastón IV de Bearne, de Céntulo II de Bigorre, de Bernard Aton IV, vizconde de Carcasona, o  de Auger III, vizconde de Miramont. Personajes, muchos de ellos, que ya habían estado en Tierra Santa como cruzados y que ahora se preparaban para la conquista de Zaragoza junto a otros destacados personajes del clero, como Guy de Lons, obispo de la ciudad francesa de Lescar (personaje éste que también estaría presente, junto al Batallador y sus tropas aragonesas, en la fallida conquista de Fraga, en 1134), o Guillermo Gastón, obispo de Pamplona, quien participó en la reconquista de Zaragoza como jefe de  las huestes de Navarra.

Por otro lado, “Deus lo vult”, el grito de ánimo y aclamación –en latín vulgar– de la Primera Cruzada, declarada por el Papa Urbano II en 1095, dio origen al nombre de Juslibol, actual barrio rural de Zaragoza, cuyo castillo, junto al próximo de Miranda, fueron algunos de los emplazamientos más importantes de las tropas cristianas en la conquista de Saraqusta.  

Zaragoza, famosa por su comparsa de gigantes
y cabezudos, incorpora a ella la figura del gigante
francés Gastón de Bearne, a quien Alfonso I
concedió el título del señorío de la ciudad, en
agradecimiento por la ayuda que le prestó en la
reconquista de Zaragoza (18 de diciembre de 1118)
La importante ayuda francesa
Las tropas franceses (lo cronistas musulmanes elevaron hasta 50.000 el número de soldados francos que sitiaron Saraqusta) es muy probable que se presentaran ante las murallas de la ciudad incluso antes que las propias huestes de Alfonso I, desempeñando un papel fundamental en su conquista, hasta el punto de que el Batallador habría confiado a Gastón de Bearne (1090-1131) –debido a su anterior experiencia con las máquinas de asedio en Jerusalén–  la construcción y dirección de las torres de madera y de las catapultas que habrían de ser utilizadas en el asalto a la ciudad.

Finalmente, en el último momento, la hambruna obligó a los musulmanes a rendir Zaragoza el 18 de diciembre de 1118. Tras la victoria cristiana, y según el cronista Ibn- al-Kardabus, 50.000 musulmanes se vieron obligados a abandonar Saraqusta, entonces una de las grandes ciudades de Al-Ándalus, quizás solamente superada por Toledo, Sevilla y Córdoba. Zaragoza volvía a ser cristiana, y en agradecimiento a la ayuda que había recibido de los francos, Alfonso I concedió el señorío de la ciudad a Gastón de Bearne, cuyo cuerpo decapitado habría sido enterrado siglos después en la Basílica del Pilar de Zaragoza, figurando como leyenda que lo estuvo donde los fieles pisan ahora para venerar la columna del Pilar. Asimismo el museo pilarista conserva el que fue su olifante de caza, bellamente labrado en marfil, y en el que entre otras figuras de animales fantásticos y reales, aparece también el león, símbolo de la ciudad de Zaragoza. 

Zaragoza tras la conquista
El comportamiento del monarca aragonés tras la capitulación de la ciudad, el 18 de diciembre de 1118, fue generoso para los musulmanes, prevaleciendo, como reconoció el cronista Ibn-al-Kardabus, “la caballerosidad del rey para con los vencidos”.

 Una de las primeras medidas del monarca fue favorecer al estado  eclesiástico que tanto le había ayudado en la conquista de la ciudad. De manera que el 4 de octubre de 1121 la mezquita principal de la ciudad pasaba oficialmente a ser Iglesia Episcopal, bajo la advocación de San Salvador, actual catedral de La Seo de Zaragoza, siendo su primer obispo Don Pedro de Librana, confirmado por el papa Gelasio II. Durante el dominio musulmán, en Saraqusta hubo muchos cristianos, quienes gozaron de libertad religiosa, permitiéndoseles el culto en un templo de la urbe que ya estaba dedicado a la advocación de Nuestra Señora del Pilar.

Anverso y reverso de una moneda: "Dinero jaqués", acuñada por el rey
Alfonso I el Batallador. Esta moneda se acuñó en Aragón hasta 1728.
En cuanto al palacio de La Aljafería, a partir de 1118 pasó a convertirse en residencia oficial de los reyes de Aragón, quienes a lo largo de siglos realizaron en el conjunto arquitectónico numerosas reformas y ampliaciones.

Por otro lado, con la finalidad de atraer gentes venidas de fuera, Alfonso I otorgó grandes libertades y privilegios a la ciudad de Zaragoza; entre ellos el del derecho de Justicia propia, extraordinariamente novedoso en aquellos tiempos, por el cual el Consejo de la ciudad gozaba del derecho a elegir a un determinado número de síndicos, cuya finalidad era proteger a la población de posibles abusos de las autoridades. Asimismo se contemplaba la existencia de un magistrado (anterior a la figura del Justicia de Aragón, que nació a finales del siglo XII e inicios del XIII), acreditado de dignidad y autoridad para actuar ante el rey en defensa de las leyes, cargo que en aquella época correspondió a Pedro Jiménez, quien lo desempeñó hasta el año 1123.
                                  
El monumento al Batallador
La imagen más conocida de Alfonso I es la de su colosal escultura (6,50 metros de su estatua, elevada sobre un pedestal de 8,50 metros) situada en el Cabezo de Buenavista, presidiendo el paseo central del Parque Grande de Zaragoza, la cual fue realizada en mármol de Carrara y granito por el artista zaragozano José Bueno Gimeno (1884-1957).  

El monumento al Batallador fue promovido en 1918 por la Junta encargada de los actos conmemorativos del octingentésimo aniversario de la reconquista de Zaragoza. El hermoso monumento data del año 1923, y fue realizado después de que el jurado constituido al efecto hubiese rechazado un primer boceto de José Bueno, en el que proponía una escultura ecuestre del Batallador. En cuanto al león de bronce –símbolo de la ciudad de Zaragoza– que figura a los pies de este monumento, el metálico felino fue colocado allí cuatro años después, en 1927, obra del comandante segoviano de infantería Virgilio Garrán Rico (1897-1955), la cual fue fundida en los talleres Averly  de Zaragoza.

Las armas del rey
En su estatua del Parque Grande, el rey Alfonso I aparece con los brazos reposando sobre su espada, cuyo pomo llega hasta la altura de su hombro izquierdo. Un arma que sería un buen ejemplo de los tipos de aceros empleados por los caballeros en la Edad Media, durante los siglos XI y XII, caso de Guillermo el Conquistador de Inglaterra, los émulos del caballero Roldán (quien también había puesto sitio a Zaragoza en el año 778), o los primeros cruzados.

Solían ser aquellas espadas de doble filo con una acanaladura longitudinal en el centro, la cual aligeraba su peso sin poner en peligro su rigidez. La empuñadura era de madera, de cuerno o de hueso, recubierta de cuero o de cuerda para facilitar el agarre; remataban en un pomo redondo, que contribuía  al equilibrio del arma, y que en ocasiones podía hasta contener reliquias de algún santo, las cuales tenían la función de proteger en la batalla a quien las poseía y atraer el apoyo celestial para la victoria final. Además cabe también tener en cuenta que en tiempos de la reconquista de Zaragoza, las espadas eran utilizadas en la guerra más como armas de corte que de estoque, y estaban tan bien amoladas que podían cortar de un tajo el tronco de un enemigo, o incluso el de su caballo.

Los especialistas en  el arte de la forja han calculado que serían precisas, al menos, 200 horas para fabricar una de estas espadas, por lo que eran también un signo de distinción. Razón por la cual los más insignes caballeros daban un nombre a sus aceros, al igual que a sus caballos. Así, Durendal, fue la espada del caballero Roldán,  al igual que Colada la del Cid Campeador, y Babieca, el nombre de su caballo.

En cuanto a la cota de malla, que también luce en su estatua del Parque Grande Alfonso I, se calcula que este tipo de protección podría constar de hasta 200.000 anillas entrelazadas de hierro, siendo sin embargo su peso relativamente ligero, entre los 12 y los 15 kilos. Asimismo, el capacete de malla, superpuesto al casco, para proteger la cabeza y el cuello, fue una pieza novedosa en el armamento caballeresco generalizada durante los siglos XI y XII. 

Escudo de Zaragoza, en el que figura el león rampante,
distintivo de la ciudad. Su origen puede estar en un sello
del rey Alfonso VII de León y II de Castilla, hijo de Doña
Urraca e hijastro de Alfonso I el Batallador. 
Foto: LUIS NEGRO
Y cabría finalmente  destacar que fue precisamente en torno a las fechas de la conquista de Zaragoza, cuando los caballeros empezaron a superponer a su cota de malla otra de armas (llamada sobreveste) decorada con sus distintivos y emblemas heráldicos, la cual servía para reconocer al guerrero entre los demás caballeros durante la batalla.

Zaragoza y el león de su escudo

 El león (rampante coronado en oro, sobre campo de gules) que figura en el escudo de la capital aragonesa, tiene cierta relación con Alfonso I. Porque muy probablemente se debe a su hijastro, el rey Alfonso VII de León y II de Castilla, llamado también Alfonso el Emperador (1105-1157), hijo del conde Raimundo de Borgoña y de Doña Urraca, esposa en segundas nupcias del rey Alfonso I el Batallador.

Zaragoza habría incorporado el león a sus documentos municipales ya el año 1134 –un año antes de que Alfonso VII tomara el título de Emperador de España– posiblemente a partir de uno de sus sellos (signum regis) que servían como instrumento de validación de los privilegios reales, que eran los documentos más solemnes emitidos por las cancillerías regias durante la Edad Media.

Por otro lado, la vinculación de Zaragoza con la figura del león, es claramente palpable en la ciudad, como se puede apreciar en los cuatro leones fundidos en bronce que flanquean el Puente de Piedra (dos en cada extremo), realizados en 1991 por el escultor turolense Francisco Rallo (1924-2007), en sustitución de los antiguamente existentes en piedra.

Y asimismo, Zaragoza también tiene relación directa con los dos leones que flanquean la entrada al Congreso de los Diputados, en Madrid, pues son obra del escultor zaragozano Ponciano Ponzano (1813-1877), quien los realizó con el bronce fundido de los cañones que el ejército español arrebató a las tropas de Muley-el-Abbás, en Marruecos, tras la victoria de Wad-Ras (23 de marzo de 1860), durante la Guerra de África. Los leones del Congreso de los Diputados fueron colocados en su actual emplazamiento en 1872.




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