Noche de San Juan
Para San Juan, un
ramo de hierbas y flores de saúco, artemisa, hinojo, verbena, trébol y rosa
silvestre; es preciso recogerlas a medianoche y después ponerlas en un jarro de
agua fría, para que no caiga como tal, y guardarlas en tal estado durante toda
la noche ¿Y para qué este néctar de flores mil? Pues para que llegada el alba del
día de San Juan, la piel del rostro con este agua aromática se pueda lavar, de
manera que de hermosa juventud se pueda gozar, al menos, durante un año más. Noche
de moragas en que las sardinas y las
longanizas (según la tierra –de costa o interior– en donde se celebre la
fiesta) vuelven al calor de las brasas, dotando de agradable olor gustativo a
los populares banquetes al aire libre, salpimentados de fiesta, lifara y
alegría. Noche de vigilia ante la inminente «sanjuanada» o baño
ritual al amanecer del día de San Juan en que la magia se licúa con el agua
haciendo reverdecer la vida. Noche de balneario
que hace de bálsamo revitalizador de Fierabrás, enfebrecidas las almas al
calor de los fuegos fatuos de las hogueras que pintan de rojo el negro encerado
de la noche. Cantos que Invocan a la fuerza del fuego, que alumbra la vida,
para que nunca muera su llama encendida. Noche del arquetípico renacer de las
runas, de la mitología celta, y de los hijos de Dana (Tuatha Dé Dannan), el mítico
pueblo de guerreros divinos aliados de Luco (la luz), a quienes por sus proezas
en sus combates contra la oscuridad, una juventud eterna graciosamente les fue
concedida. Noche sanadora para los herniados si pletóricos de fe se ponían en
manos de San Pedro y de San Juan para de manos de uno a otro, pasar ritualmente
bajo la foradada de un roble en un toma y daca de este cariz: “Tómalo Pedro,
dámelo Juan; herniado te lo doy, sano te lo devuelvo”. Noche de San Juan en que
las saladas aguas del mar de Galilea se convierten en mantos de brasas
incandescentes hollados fuertemente por, desafiantes al fuego, pies desnudos
mágicamente inmunes al calor abrasador. Noche de saltos circenses sobre las
crepitantes llamas de las hogueras que hacen brotar las purnas de los tizones
que suben hacia el cielo y se desvanecen como ánimas en busca de un cielo
protector. Lumbres de espesa humareda rezumantes de miera bajo cuyo sahumerio a
las reses se hace pasar, para que les cure de todo mal en su trashumante vagar
hacia los verdes pastos de las praderas. Noche de San Juan en que se lanzan
señales de humo, mensajes de náufrago en una botella, con el arado labrando y a
los dioses rogando para que las tormentas ahuyenten y que la lluvia fina haga
una buena y bien abundante cosecha. Noche de sortilegios, de meigas y de brujas
nada espantadas, en compañía de gatos danzando de la chaminera al tejado cual
cuentecico contado. Noche de la felicidad más larga de las que en el año se
pueden dar. Nocturno de claro de luna, de ráfagas de luz entre un bosque de
robles, iluminando a la becqueriana y mítica corza blanca abatida por el
certero dardo del desamor. Noche de noctámbulos peregrinos de Santa Compaña
vagando sin rumbo en la oscuridad. De supersticiosas iluminarias
ensoberbecidas, erguidas como históricas torres de Babel, rivalizando por ser
la más alta en rasgar los cielos ocultos en las tinieblas. Faros de un mar de
estrellas cuyo universo es la Tierra. Celebración en la antípoda de la Navidad,
romana que pesa, con delicado equilibrio de solsticio de verano, el ecuador del
año en su ronda anual –y lo que te rondaré, morena– al astro solar.
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